Don Eduardo, un circuito ideal para senderistas en Talampaya

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Se trata de uno de los recorridos más nuevos de esa reserva del centro sur de La Rioja y se desprende como un simple sendero del imponente cañón que encierra el río -generalmente seco- por el cual circula la mayoría de las excursiones tradicionales.

 
Ese sendero lleva el nombre de un arriero, Eduardo Páez, que lo descubrió, o creó, llevando siempre sus animales por la quebrada antes de que el lugar fuera parque nacional y mucho antes de que lo declararan Patrimonio de la Humanidad junto al Valle de la Luna.
 
 
La excursión comienza en un abra entre piedras, algarrobos, arbustos y matorrales autóctonos que luego se estrecha y pierde vegetación a medida que sube y deja ver algunas geoformas.
 
 
De menor tamaño que las famosas ‘El Monje’, ‘La Torre’ o ‘El Rey Mago’, entre otras del cañón central, ‘La Abuela’, ‘El Buda’ y la llamativa ‘La Tortuga, el sapo y el lagarto’, que semeja a estos tres animales encimados, también despiertan interés en el turista.
 
 
No obstante, el fuerte de esta quebrada no son las figuras sino los cambios en la morfología y dificultad del camino, que se recorre sólo a pie y con guía autorizado, ya que no es apto para vehículos a motor, y las partes en que hay que trepar o deslizarse por la roca también inhabilitan a bicicletas o caballos.
 
 
Uno de ellos es ‘La olla seca’, un espacio circular entre altas paredes rojas, con una puerta natural de acceso y una salida un par de metros más arriba, donde se debe trepar como en palestra, a veces con ayuda desde arriba o abajo.
 
 
Su acústica genera ecos y, según el guía Hugo Páez, sobrino nieto de Don Eduardo, es un punto elegido por gente que hace meditación o busca “encuentros cercanos”, al menos de tipo espiritual, y es visitado por “habitués” del cerro cordobés Uritorco.
 
 
En los días en que el sol refracta y calcina en este parque de piedras, resulta un espacio ideal para un descanso e hidratación, ya que siempre sus paredes brindan alguna sombra fresca.
 
 
Más adelante y siempre en subida, unas rocas desmoronadas hace milenios formaron un arco -también se lo podría ver como un puente- que constituye otro obstáculo para cualquier medio de transporte, ya que hay que agacharse para atravesarlo como un corto túnel con inclinación ascendente.
 
 
La cúspide del viaje es un mirador natural que ofrece en toda su amplitud la parte menos conocida de los paredones del Talampaya, desde afuera, a espaldas del cañón, ‘el Paredón del Medio, una isla que separa el Cañón de La Quebrada’, explicó Páez.
 
 
El mirador también abarca todo el desierto rojo hacia el sur y, si el paseo es al atardecer, el sol genera brillos y sombras que tornan vivo el paisaje, cambiante con el correr del tiempo que parece acelerarse en ese momento del día, y todo llama a quedarse a contemplar el crepúsculo silencioso.
 
 
Los horarios del parque impiden hacerlo, pero para compensar, al iniciar el regreso en bajada por un escarpado sendero arenoso y ocre se entra a otro de los mejores lugares de la Quebrada: un pasadizo estrecho que obliga a caminar en fila entre altas paredes terrosas de estratos sedimentarios rojos en diversos tonos.
 
 
El camino zigzaguea bordeado por esas lisas paredes, en las que la erosión y el tiempo esculpieron guresas columnas y chimeneas que llegan hasta la fina franja de cielo que ilumina en lo alto.
 
 
Desde el mirador también se puede tomar un camino en subibaja sobre los bordes de ese estrecho y ver a los paseantes como hormigas un centenar de metros más abajo, y también comprobar que las paredes que desde el sendero parecen muy sólidas, en algunos casos están muy adelgazadas por la erosión.
 
 
Todo hace suponer que les queda poco tiempo erguidas antes de convertirse en bloques caídos o arena roja, hablando en términos geológicos, es decir algunos miles de años.
 
 
Donde los dos caminos se juntan en un último sendero hay una pila o amontonamiento de cantos rodados pequeños y medianos, que no es obra de la naturaleza, sino de los turistas que los acumulan porque alguien dijo que quien coloque allí una piedra vería cumplido uno o varios de sus deseos.
 
 
Esto genera un peligroso daño ambiental que no puede ser ignorado por los guías, quienes deberían recordarles a los turistas que una de las premisas de los parques nacionales es ‘no dejar huellas de nuestra visita’.
En el último tramo hacia el punto de partida reaparece la vegetación y se puede ver un cerro cubierto de verde que no es producto de óxido de cobre que da ese tono en muchos puntos del parque, sino de vegetación, lo que también hace diferente a este recorrido.
 
 
 
Se trata de pasto cuyas semillas depósitó el ganado que lo consume, que germinó en médanos formados por el viento zonda, gracias a las lluvias frecuentes del último año, y generan un contraste con el rojo del parque que también se ve sólo desde este circuito.
 
Gustavo Espeche Ortiz

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