Salta: el Tren a las Nubes, un viaje por paisajes de valles, yunga y montaña

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El tiempo deja de importar si se asume que no es un traslado de un punto a otro, sino un viaje de experiencias y sensaciones a lo largo de 217 kilómetros en los que se sube unos 3.000 metros.

 
 
Quien hace esta excursión viaja en un tren único, el innovador Ramal C14 del Ferrocarril Belgrano, producto de una de las mayores obras de ingeniería ferroviaria del mundo.
 
La obra, iniciada en 1921 por el ingeniero estadounidense Riachard Maury, no tenía fines turísticos sino de traslado de cargas hacia el Pacífico, a través del paso de Socompa a Chile.
 
A esa sensación de exclusividad se le suman otras: visuales, con los paisajes cambiantes; auditivas, porque el silencio también se oye y el ruido a riel deja de ser perceptible; corporales, por el apunamiento que afecta a no pocos pasajeros, y gustativas, para quienes lo atenúan disolviendo hojas de coca en la boca.
 
La formación, de diez antiguos coches de colores vistosos que resaltan en la montaña y su locomotora diesel, está lista cada sábado antes del amanecer en la estación Salta, y los turistas suben lentos y somnolientos, como si ya estuvieran apunados.
 
En concordancia con los bostezos de quienes estuvieron hasta la madrugada en alguna de las peñas de la capital salteña, tras el silbato todo el tren parece desperezarse con quejidos de metal, y el viaje comienza puntual a las 7.
 
En cada coche, una guía bilingüe atiende a los pasajeros, y su primera recomendación es bajar las persianas metálicas de las ventanillas, porque hasta abandonar la zona urbana éstas pueden ser blanco de pedradas.
 
Un cielo encapotado con llovizna opacó el paisaje al amanecer y durante las primeras horas del viaje en que participó Télam, se pudieron apreciar los pintorescos pueblos del Valle de Lerma. Esa zona también se puede visitar fácilmente con coche o bus desde la ciudad.
 
Más arriba, en la yunga, la lluvia persistía, pero ahí no es ‘mal tiempo’, es el clima habitual en esa húmeda y tupida selva pedemontana siempre envuelta en nubes bajas y lluviosa, en especial por las mañanas, con las figuras fantasmagóricas de los árboles que se elevan oscuros entre la bruma en las laderas.
 
Así pasan Alvarado, Cerrillos, Rosario de Lerma, Campo Quijano y Toledo y, ya en la Quebrada del Toro, se llega al primer zigzag en El Alisal -el segundo será en Ingeniero Maury-, que permite subir unos 200 metros en un corto trecho sobre la ladera del cerro.
 
Maury desechó el sistema de cremalleras para ascender pendientes muy inclinadas y optó por los zigzags, en los que el convoy avanza y retrocede varias veces, ganando altura en cada maniobra.
 
A más de 2.000 metros, la humedad es baja y el cielo azul no acepta más que finísimas y solitarias nubes que se disuelven con el viento de altura, y contrasta con los rojos, amarillos, ocres y verdes de la montaña, según los minerales de las piedras.

El ascenso continúa junto a la quebrada por la que corre la Ruta 40, con escasos vehículos además de la ambulancia y la camioneta de seguridad que acompaña al Tren a las Nubes y se ocupa de cortar el tránsito en cada paso a nivel.
 
Entre el polvo amarillento del fondo del barranco se ven ranchos solitarios de adobe y techos de paja, con corrales y paneles solares de reciente instalación, y pequeños parajes, algunos con iglesias de una o dos cúpulas redondas o en pirámide.
 
Después de Meseta se pasa por dos ‘rulos’, en los que el tren se curva como una herradura hasta recorrer sendos círculos, y luego hay una serie de túneles en los que conviene cerrar ventanillas, porque se llenan de un fuerte humo negro azulado del motor diésel.
 
Sólo observado por manadas de guanacos y cóndores, el tren sigue en ascenso y llega al final del recorrido, la frutilla del postre: el viaducto La Polvorilla, una monumental obra de acero de 63 metros de largo y 1.590 toneladas, a 4.220 metros sobre el nivel del mar y 63 metros encima de la Ruta 40.
 
Ésa es una de las dos únicas paradas con descenso de pasajeros, donde la formación es rodeada de pobladores que ofrecen sus productos artesanales -algunos de muy buena factura y calidad- a precios que para los turistas resultan irrisorios, en esa breve oportunidad semanal que tienen para usufructuar su trabajo.
 
En La Polvorilla, la máquina cambia de punta y empieza el regreso, con la segunda parada con descenso muy cerca, en San Antonio de los Cobres, a 3.774 metros de altura, donde el viajero encontrará nuevamente a los vendedores locales que se trasladan por tierra para continuar con la venta.
 
En las pocas horas que quedan hasta la puesta del sol, desde el tren se puede ver el mismo paisaje que de ida pero distinto, con otros colores o tonos, gracias a la luz del atardecer, de un fuerte amarillo casi naranja, que cae lateral y prolonga las sombras sobre quebradas y valles.
 
Cuando todo es penumbra afuera, es el momento ideal para comer o beber en el coche restorán, ver una película en los coches de pasajeros o para un sueño reparador hasta que los guías, poco antes de las 23, impartan nuevamente la instrucción de cerrar las ventanillas de metal, ante la inminente llegada a Salta.

Télam

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