Argentina está negociando un acuerdo con China por el cual pasaríamos de producir 6/7 millones de cerdos por año a 100 millones. La noticia, que es celebrada por el agronegocio y distintos sectores políticos, podría transformarse en un desastre de proporciones inimaginables para nosotros; similar a lo que fue la incorporación de soja transgénica que convirtió el campo en un experimento a cielo abierto donde se arroja un 1400 por ciento más de venenos que hace 25 años, a los bosques en versiones cada vez más reducidas de sí mismos, y a nuestra alimentación.
La instalación de granjas chinas en nuestro país va a agudizar esa situación (porque va a haber que producir aún más soja) y va a ponernos frente a nuevos peligros. Por ejemplo, potenciales pandemias.
La actual pandemia por Covid-19 que tiene en vilo a toda la humanidad está estrechamente vinculada a cuestiones socioambientales y productivas, que están invisibilizadas. Al igual que ocurrió con el ébola, la gripe aviar y la porcina, el SARS y otras zoonosis, se trata de un virus que emergió por alguna de estas causas: hacinar animales para su cría industrial y/o su venta, y desintegrar ecosistemas acercando a las especies entre sí.
En los criaderos industriales, los animales son sometidos a aplicaciones de una cantidad de antibióticos y antivirales para prevenir las enfermedades y engordarlos rápidamente. Por ende, estos centros industriales se convierten en un caldo de cultivo de virus y bacterias resistentes. Una vez que un microorganismo muta, se fortalece y puede provocar nuevas infecciones con daños incalculables. Como consecuencia, hay que tomar medidas como el confinamiento de una gran parte de la población mundial o la matanza de miles de millones de animales.
Dos años atrás China sufrió un fuerte brote de Gripe Porcina Africana (PPA). Este virus -G4 EA H1N1-, altamente contagioso, afecta a los cerdos alterando de muchas formas su vitalidad. Para evitar su propagación en ese país, se estima que se habrían sacrificado aproximadamente entre 180 y 250 millones de cerdos (de modos sumamente crueles como quemarlos o enterrarlos vivos), lo que disminuyó la producción entre un 20% y 50 %.
Hace poco tiempo, la revista científica PNAS publicó sobre el potencial pandémico actual de la Peste Porcina, y su peligrosidad fue advertida también por la Organización Mundial de la Salud: el G4 EA H1N1 podría mutar y resultar infeccioso para los humanos.
Erradicar la Peste Porcina y a la vez garantizar a su población el consumo de esa carne es una preocupación para China. Para alcanzar sus objetivos el gobierno de ese país autorizó a muchas de sus empresas a invertir en otros territorios, y a aumentar las importaciones de carne de cerdo (si bien no fue oficializado en qué cifra, se estima que será al menos un 75% más para este año).
En este contexto, el 6 de julio pasado la cancillería argentina difundió la comunicación entre el Ministro de Relaciones Exteriores y Culto, Felipe Solá, y el ministro de Comercio de la República Popular China, ZhongShan, donde se anuncia una “asociación estratégica” entre ambos países, referida a la producción de carne porcina y se anuncia una “inversión mixta entre las empresas chinas y las argentinas” para “producir 9 millones de toneladas de carne porcina de alta calidad”, lo que “le daría a China absoluta seguridad de abastecimiento durante muchos años”.
Para entender la magnitud de lo que significan 9 millones de toneladas de carne tengamos en cuenta que éstas representarían 14 veces el total de lo producido por el país en todo el 2019.
En nombre de la reactivación económica o en el altar de las exportaciones, la Argentina se convertiría en una factoría de cerdos para China (o para quien sea). Los criaderos industriales de animales ilustran un modelo agroindustrial cruel e insustentable que no sólo genera focos de contaminación en el plano local y regional sino también se convierten en incubadoras de nuevos virus altamente contagiosos y, por ende, en fábricas de nuevas pandemias.
El riesgo para la salud colectiva es innegable, pero corre el peligro de ser desatendido, como lo fue en 1996 con la introducción de soja transgénica. Entonces Felipe Solá era Secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca y aprobó la introducción de esas semillas que solo crecen en combinación con un paquete de venenos aumentando el uso de agrotóxicos en un 1400 % en casi 25 años de agronegocio transgénico. Esa soja que hoy ocupa el 60 por ciento de la tierra cultivada del país, que empuja el desmonte en las provincias del norte volviéndonos uno de los 10 países con más deforestación del mundo, y que luego es exportada a países como China para alimentar animales como los cerdos.
El modelo agroindustrial dominante se presenta como el único generador de divisas y garante de bienestar en un discurso publicitario jamás cumplido que viene impulsado por las grandes corporaciones y poderes globales. Lo hacen ocultando las graves consecuencias que generan y negando las alternativas que impulsan diferentes organizaciones sociales y experiencias interdisciplinarias, que alientan otro paradigma productivo, sano y agroecológico.
Este convenio con China nos coloca aún más lejos de la deseada Soberanía Alimentaria. Nuestras tierras ahora no solo estarán ocupadas por los granos transgénicos que se exportan para alimentar animales, sino también por los galpones que encierran a esos animales, que luego terminan exportándose, mientras la producción alimentaria local, de economías regionales y producción de alimentos sanos, sigue marginalizándose. Por último, estas granjas impulsarían además una mayor demanda de soja, exacerbando un modelo agroindustrial con elevadas consecuencias sociosanitarias y ambientales.