Históricamente, los jaguares han sido un problema para los campos ganaderos del Caquetá, en Colombia. Muchas veces estos animales se alimentaron de los que eran criados en las granjas. Para ahuyentarlos los hombres apelan a un disparo, al aire o al cuerpo.
Estos encuentros entre humanos y jaguares se están haciendo más frecuentes a medida que la deforestación está destruyendo el hábitat natural de estos felinos.
De hecho, Caquetá ostenta el deshonroso primer lugar como el departamento más deforestado del país. Solo en 2018 se talaron 46.765 hectáreas de bosque amazónico. Este aceleramiento de la pérdida de bosques ha empujado cada vez más a los felinos amazónicos hacia fincas y pastizales en busca de comida.
En la prensa regional, las fotos de reses y caballos muertos o heridos por extraños animales llenan las páginas. En cambio, de lo que poco se habla es de la muerte de estos felinos por mano humana, cuando los campesinos intentan defender su ganado del hambre de jaguares y tigrillos que ya no encuentran presas dentro de un bosque en deterioro.
Por eso, un grupo de estudiantes de biología de la Universidad de la Amazonia decidieron crear redes de comunicación con los campesinos que estaban sufriendo cada vez más ataques de jaguares en sus fincas para hacer el conteo de cuántos felinos morían por año y para probar cómo la deforestación estaba afectando a las cinco especies de felinos conocidos para Caquetá.
Olber Llanos, de 30 años, es uno de los cinco miembros activos del Grupo de Estudio de los Felinos de Caquetá, adscrito a la Universidad de la Amazonia y a la Fundación Herencia Natural. Llanos está a punto de terminar su pregrado pero le ha costado porque ha dejado tiradas clases, talleres y entregas para perseguir el rastro de los felinos del Caquetá.
Según cuenta al diario El Espectador, el único recurso con el que cuentan para su trabajo es “su propia inteligencia”. La brigada de reacción que montaron para el cuidado de los felinos funciona así: “Un campesino o campesina que haya tenido un encuentro con uno de estos animales nos llama porque ya nos conoce, y como podemos empezamos a pedir plata, aunque sean 10.000 del pasaje, y cogemos para la finca. Allá damos clases sobre cómo pueden evitar ataques sin matar a los animales, les mostramos videos, queremos que entiendan que se puede convivir con ellos”. En un mes ocupado, cuando se registran muchos ataques, pueden recibir 15 llamadas por semana sobre presencia de jaguares (panthera onca), leones de montaña (puma concolor), tigrillos (leopardus tigrinus), ocelotes (leopardus pardalis) y margays (leopardus wiedii). Por ahora no han recibido llamadas por yaguarandís (Herpailurus yagouaroundi), un felino común al sur de América pero muy escaso en Colombia.
Adicional a su trabajo de brigadistas, los estudiantes han recopilado todos los casos que pueden sobre presencia –o muerte– de felinos en los puntos más deforestados de la Amazonia colombiana. Cada que un campesino que les haya conocido tiene un encuentro con un felino, o que sale un registro en la prensa local sobre un ataque a algún otro animal, lo incluyen en su base de datos que crece cada día.
Siguiendo la pista de por dónde ataca el jaguar, también conocen por dónde se está moviendo ahora que su hábitat está cambiando. Según los estudiantes, la mayor cantidad de eventos se dio entre abril y septiembre, inmediatamente después de los períodos de mayor deforestación, que es la época seca. “Creemos que una vez se termina la época de tumbe y quema, que arranca en diciembre y termina por ahí en marzo, es cuando los jaguares y los tigrillos comienzan a moverse fuera del bosque y terminan buscando comida en las fincas ganaderas. Es decir, que una vez se acaba de deforestar aumentan los ataques, la depredación y la cacería”, explica Llanos.
Según la información que pudieron recabar a través de entrevistas y visitas a campo, cada tres años se matan 79 jaguares, 28 pumas y 44 tigrillos caqueteños solo para su comercialización en Puerto Leguízamo (Putumayo). Entre 2016 y 2018, estas cifras aumentaron tres veces en comparación con lo que eran hace 10 años. Hay, sin embargo, un subregistro importante de estos eventos: “Nadie quiere matar a esos animalitos, y cuando lo hacen simplemente los entierran. Hemos registrado casos de gente que nos llama unos meses después, vamos a la finca y lo desenterramos para saber qué especie era y por qué andaba en esa finca, o gente que nos dona colmillos o huesos para estudiarlos en la universidad”.
Como parte de su trabajo de grado, Llanos trató de dar una mirada histórica a las muertes de felinos para saber si la deforestación era una amenaza más o menos grande que la caza de felinos para la venta de pieles, una práctica generalizada en toda la Amazonia. “Comenzamos a buscar registros de campesinos, labriegos en papeles de las corporaciones, y nos topamos con la historia del centro de acopio de pieles en Curiplaya, que es una zona histórica de Florencia. Desde allí mandaban por el río las pieles de jaguares, tigrillos y nutrias hacia el extranjero. Comparando los datos, creemos que se están matando más felinos amazónicos durante este siglo en comparación con el siglo pasado, y apenas vamos dos décadas”. La afirmación suena extraña si tenemos en cuenta que en las tigrilladas–o mejor dicho, la bonanza del comercio de pieles de jaguar y tigrillo, que tuvo su auge entre los sesenta y setenta– se mataron más 200.000 tigrillos y se importaron unas 13.000 pieles de jaguar a Europa y Estados Unidos, consigna un estudio de la Fundación Panthera, publicado en 2006. Según explica Llanos, hoy es más grave porque al tráfico ilegal que ya existe se suman las muertes trágicas de felinos a causa de la deforestación.
Los registros están divididos entre ataques, depredación y cacería. La primera se refiere a cuando hay ataques a vacas, gallinas o bestias, pero no las mata. La depredación es cuando el felino se come a su presa, y la cacería es cuando el campesino mata al felino porque mató a su vaca o para vender su piel. La gran mayoría de los felinos muertos son enterrados, a pesar de que sus pieles son muy bien cotizadas en el mercado negro, sobre todo cuando llegan a China. Por ejemplo, la piel de un tigrillo cuesta $1 millón en el campo, se vende a $2 millones en Puerto Leguízamo y se revende a $7’800.000 en China. ¿Por qué enterrarlos y no venderlos? La razón es que si un campesino intentara vender la piel de un jaguar o un león de montaña para recuperar la pérdida de su vaca, no sería rentable y sería un esfuerzo desmedido para una recompensa monetaria más bien poca: “En 2016, sumando todos los ataques y depredaciones, sobre todo a vacas, los campesinos perdieron $16.9 millones. En 2017 aumenta y pierden $31 millones 400.000.
Si los campesinos vendieran los jaguares cazados (13) en el mercado ilegal de Puerto Leguízamo recuperarían 37 millones de pesos. Mucho menos que las pérdidas que sufrieron en tres años, que son 65.5 millones entre 2016 y 2018. Yo no sé usted, pero pocos campesinos tienen esa plata y entre perder la vaca y enfrentar el animal, es más rentable matarlos y enterrarlos”.
Por otro lado, las normas colombianas establecen como delito la cacería de animales silvestres, categorizada con algún grado de amenaza como jaguares y pumas, así que pocas personas reportan estos eventos a entidades ambientales encargadas, como Corpoamazonia, que tiene los guacales para cuidar a los animales mientras los vuelve a liberar pero, según han manifestado, están cortos de personal para atender el problema.
Esto hace aún más difícil la tarea de registrar cuántos felinos están muriendo por la mano humana solo a causa de la deforestación. Según el grupo de estudio, lo más fácil es seguir el rastro de los animales por los registros de ataques a reses, que han aumentado en particular alrededor del río Orteguaza y el río Fragua, dos cuerpos de agua que desembocan el río Caquetá y que han aparecido en las alertas tempranas del IDEAM. Otros municipios como Morelia, Montañita, Milán y la zona rural de Florencia también puntean como los lugares en donde más jaguares, leones de montaña y tigrillos están matando.
Por ahora, los cinco brigadistas siguen metiéndose a las casas de campesinos que les llaman para dar charlas sobre cómo convivir con los felinos, pero si tienen en cuenta a las personas que les ayudan, calculan que la red de cuidado de los felinos de Caquetá ya suma unas 40 personas.
Esta iniciativa se suma a otras como el Corredor del Jaguar, que firmó el Ministerio de Ambiente en 2015 y que incluye a Colombia como unos de los 13 países protectores de este felino.