Según cálculos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de nueve mil personas en todo el mundo morirán, eventualmente, de cánceres causados por la radiación de Chernobyl.
Ese día, la explosión sacudió a los “50 mil habitantes de Prípiat, construida en 1970, nació junto a la central nuclear ‘Lenin’ para albergar a los constructores, trabajadores e ingenieros de ésta.
Era una ciudad joven: la edad media era de 26 años. La natalidad era altísima, casi 1000 niños nacían cada año. La ciudad contaba entonces con un cine, un hotel, gimnasios, piscinas y varios restaurantes, un verdadero lujo para cualquier ciudad soviética de la época. Todo limpio, ordenado, moderno, joven, eficiente. La central nuclear y la ciudad: un éxito socialista”.
Esa noche, fueron sacudidos todos por el reactor número 4 de la central nuclear, que saltaba por los aires. “La radiación equivalente a 500 bombas de Hiroshima estaba convirtiendo el aire en puro veneno. A la 1:24 de la madrugada lo que pretendía ser una sencilla prueba de seguridad provocó una explosión que destapó la cubierta de uno de los reactores de la central. Pocos minutos después comenzaron a llegar bomberos de toda la región para frenar el desastre. Había que intentar parar el fuego para que el reactor nº 3 no estallara también. Horas después consiguieron apagar el fuego. Algunos bomberos comentaban extrañados que «el aire sabía a metal». Muchos murieron días después. El resto falleció a lo largo de dos semanas debido a las enormes dosis de radiación recibidas. Las entonces autoridades soviéticas, tardaron 36 horas en evacuar a la población de Prípiat. Hasta tres días y medio duró la evacuación. Mientras tanto, la población recibía dosis de radiación tremendamente elevadas.
“Seguidamente, el gobierno de la URSS convocó a miles de personas para ayudar a paliar las consecuencias del accidente. Fueron 600.000 personas. Los llamaron ‘liquidadores’. Esa multitud estaba en su mayoría compuesta de soldados, pero también había muchísimos voluntarios: médicos, trabajadores, científicos, campesinos, mineros –miles–, estudiantes, policías, etc. Muchos de ellos iban con la esperanza de recibir alguna compensación económica o laboral. Otros, la gran mayoría, llegaron desde toda la Unión Soviética con el único objetivo de salvar a su país de la catástrofe nuclear. Aseguraron el edificio del reactor 4, limpiaron el área de basura radiactiva y construyeron el sarcófago que aún cubre gran parte de la central. Realizaron un trabajo mortal: hoy día se discute el número de víctimas, pero se calcula que de las 600.000 personas antes mencionadas, 60.000 murieron, mientras que 160.000 quedaron inválidas para siempre”.
Catorce años después de ese desastre humano y ecológico, el gobierno ucraniano decidió cerrar la central, en virtud de los compromisos internacionales asumidos en conformidad con el Memorándum de Ottawa en 1995. Con este motivo, San Juan Pablo II envió un mensaje al presidente de Ucrania, Leonid Kuchma, en donde le escribió que es “alentador que su país haya dado un paso significativo hacia la paz, ofreciendo así a sus conciudadanos del mundo entero un signo de esperanza para un mundo más seguro y fraterno”.
Según Zenit, Se han atribuido 3,4 millones de muertes desde 1986 a las radiaciones, aunque es casi imposible de calcular el número real de víctimas, pues hay que considerar las «muertes invisibles», dijo en Roma el día de la noticia, la embajadora de Ucrania ante la Santa Sede, Nina Kovalska. «Decenas de miles de personas han caído enfermas tras los efectos de las radiaciones –añadió–. En el caso de los adultos, se han establecido estas consecuencias, pero después los niños han sufrido las consecuencias. En Ucrania se experimenta una elevada mortalidad infantil».
El Papa Francisco en el Viernes Santo del pasado año dijo que «a pesar de todas las miserias, las injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra, en Jesús se ha inaugurado ya el orden definitivo del mundo». Como dijo Naváez, la imagen de los ‘liquidadores’, con su escasa protección, luchando sin descanso contra la radiación en un acto casi suicida nos recuerda que, 2000 años después, el amor y la vida siguen siendo mucho más fuertes que la muerte.