Los volcanes emiten CO2 durante las erupciones pero, sobre todo, cuando están dormidos, a través del magma subterráneo liberado a través de grietas, rocas y suelos porosos, además del agua que alimenta los lagos volcánicos y manantiales termales. Por otra parte, las cenizas lanzadas a la estratosfera en sus rugidos caen rápidamente y la mayor parte tiene poco impacto en el cambio climático porque se elimina en días o semanas.
Hay que tener en cuenta que las grandes erupciones son raras y espaciadas, mientras que las emisiones humanas, sin pandemia de por medio, son incesantes.
Un efecto comprobado es que los aerosoles que inyectan las erupciones volcánicas reaccionan con el agua y forman nubes de ácido sulfúrico que absorben energía de sol, reflejan la radiación solar hacia el espacio y de esta manera no alcanza la superficie de la Tierra que, en consecuencia, se enfría durante los años siguientes. Eso fue claramente constatado, por ejemplo, luego de uno de los mayores eventos en décadas, la erupción en 1991 del monte Pinatubo en Filipinas, que inyectó unos 20 millones de toneladas de dióxido de azufre y produjo un enfriamiento de nuestro planeta de unos 0,5° durante un año. A nivel global las erupciones también pueden reducir las precipitaciones.
Se sabe que otras grandes erupciones volcánicas impulsaron ciertas modificaciones de las condiciones imperantes. En 1783 la erupción de la fisura Laki en Islandia hizo que se marcaran temperaturas cálidas récord en el verano europeo, seguidas por un invierno muy frío. Otro evento sin identificar en 1809 y el del volcán Tambora en 1815 causaron por su parte el “año sin verano” de 1816 que dio lugar a malas cosechas en Europa y Estados Unidos y provocaron escasez de alimentos y hambruna.