El primer vistazo ya es toda una declaración de principios. Cuando desde la ventanilla del avión comienzan a divisarse las instalaciones del aeropuerto de Baltra, uno de los dos que recibe vuelos desde el continente, el comité de bienvenida a las Islas Galápagos se distingue perfectamente formado. No se trata de una guardia militar ni de una banda de música folklórica. En Baltra, a los visitantes los esperan tres molinos de viento de última generación.
Desde siempre, las Galápagos estuvieron rodeadas de un aura experimental casi mitológica. Situadas en medio del océano Pacífico, a mil kilómetros de distancia de las costas ecuatorianas, la activa geología volcánica y la soledad han marcado en todos los planos la evolución de este singular archipiélago.
La conjunción de factores conformó un espacio que los primeros exploradores hallaron tan misterioso como fascinante. Por un lado, especies vegetales y animales que quedaron ancladas en el tiempo, en algunos casos sin más depredador natural que el ser humano. Por otro, una población escasa que apenas ocupa de manera permanente cuatro de las quince islas principales y desde siempre ha generado un desarrollo limitado y perezoso, pero que los investigadores actuales encuentran ideal para poner en práctica proyectos que ayuden a preservar lo existente y a garantizar el porvenir.
Desembarcar en Galápagos implica mucho más que un cambio radical de clima y de paisaje; es sencillamente trasladarse a otra dimensión, zambullirse en un medio donde todo está pensado para que la naturaleza continúe siendo la reina.
El 97 por ciento de los 7880 km2 de tierra y los 45000 km2 de agua que componen el archipiélago están declarados Parque Nacional y Reserva Marina, respectivamente, y no pueden ser visitados sin guías oficiales, sin un registro previo, sin cumplir las normas de cuidado extremo para piedras, plantas y animales. Y las normas se cumplen con un alto porcentaje de eficacia.
Pero, sobre todo, se trata de un sitio donde gobierna el respeto. A las plantas, a los animales, a las rocas, al agua y al propio aire. Sus 30 mil habitantes saben que no será fácil afrontar el desafío de un turismo con apetencias depredadoras, pero parecen dispuestos a presentar batalla para que nada cambie, para que cada visitante siga sintiendo que pisar sus islas es entrar en otra dimensión.