En turismo cabe la disyuntiva de qué fue primero: ¿los destinos turísticos son los que convocan a los visitantes o son los visitantes los que descubren un lugar y lo convierten en destino? Se dan las dos cosas.
Pero en lo que no hay discusión es en que, una vez que el lugar está instalado en la oferta turística, es el viajero quien elige o no visitarlo. Y ahí entran a jugar las preferencias de cada uno: mar y playa; montañas; selvas; capitales del mundo; ciudades históricas; aventura; cicloturismo, y podríamos seguir enumerando.
Pero nos vamos a quedar con una forma de hacer turismo muy en auge en los últimos tiempos: el cicloturismo. Y, en este caso, en los Esteros del Iberá, Corrientes, un ecosistema conformado por bañados, esteros, lagunas, embalses y ríos que se alimentan de las aguas de lluvia.
Para visitar los esteros se ofrecen múltiples alternativas. Desde la ciudad de Corrientes, por las rutas 118 y 12, que tienen a los pueblos de Loreto, San Miguel y Mburucuyá, como principales puntos de ingreso a la reserva.
Uno de los accesos más tradicionales es por la ciudad de Mercedes, ruta provincial 40, 120 kilómetros al norte, hasta llegar al corazón del Iberá, en la colonia Carlos Pellegrini.
Existe un proyecto para crear un circuito, al que denominarían Ruta Escénica, que recorrería la totalidad de poblados integrados por la red vial existente y así contar con 11 portales de ingreso a los distintos puntos de interés, a lo largo de 700 kilómetros.
En este abordaje con bicicletas, las sucesivas jornadas de lluvia hicieron descartar el intento de ir pedaleando a Colonia Pellegrini porque los caminos, de colorada arcilla, estaban muy resbaladizos. Hubo un cambio de planes y pernoctamos en Mercedes, donde compartimos momentos inolvidables con un personaje llamado “Totote” Pipet, excamionero que brinda hospedaje en su casa.
Gran conocedor de santos y milagros, contó numerosos casos y leyendas del Gauchito Gil el más famoso; San la Muerte; Juanita Cabrera; La Pilarcita, y Antonio María, el degollado. Todos forman del imaginario popular de la zona sur de Corrientes.
Al día siguiente una camioneta 4×4 facilitó el recorrido previsto por las tierras pantanosas. Terminado el asfalto comenzó la diversión y el zigzag dominó el rumbo.
El ingreso a Carlos Pellegrini es a través de un puente militar, instalado sobre uno de los brazos de la laguna Iberá. La imagen muestra casas dispersas, alojamientos, ranchos de adobe y una pequeña iglesia, sobre largas calles de arena. La colonia fue fundada en 1916, tras la donación de tierras de don Ramón Vidal por la amistad que lo unía al entonces presidente Carlos Pellegrini, del cual tomó el nombre el lugar.
Sus habitantes quieren mantener la imagen de un pueblo sumergido en la vegetación y por esa razón nada rivaliza con el protagonismo de la laguna que abraza la urbanización.
Desde el puente, el atardecer parece una pintura: bandadas de aves cruzan de un lado a otro y el agua produce hermosos reflejos y brillos, de ahí su nombre en guaraní: Iberá, “agua que brilla”. El horizonte sigue la forma de los juncos y de la vegetación y se destacan las palmeras hasta que la noche apaga las luces y enciende nuevos sonidos.
Laguna Iberá
Las excursiones sólo se hacen en lancha y con guía. Comienzan en el embarcadero del camping municipal y con estricto cumplimiento de las normas de seguridad náutica.
Los guardaparque son, en buena parte, antiguos marisqueros que vivían de la caza y de la venta de cueros y hoy devenidos en defensores de la naturaleza.
La laguna no supera los cuatro metros de profundidad y el guía, conocedor del lugar, se acerca a la costa donde los juncales conforman un hábitat que esconde infinitas especies. Apaga el motor y con una caña, al estilo de los antiguos habitantes, empuja la lancha y abre la vegetación.
La primera sorpresa es la presencia de un caimán overo que recupera energías al sol, ignorando a los visitantes. A pocos pasos, algunas crías enredadas en la vegetación muestran ejemplares de dos camadas que se diferencian por el tamaño.
En silencio se avanza otro trecho y en una isleta se observan dos enormes yacarés que conviven con dos carpinchos y una pareja de chajás con sus crías. Quedamos a menos de un metro de ellos y nadie se mueve, sólo se escuchan nuestros corazones que palpitan a buen ritmo.
Allí el ciclo natural es armonioso. Se puede escuchar el resoplido de los yacarés, ver su dentadura que sale de las fauces y más distante, la carcasa prehistórica de los carpinchos.
Así se suceden los avistajes, uno tras otro: nidos con huevos, crías y una amplia diversidad de aves, garzas, bandurrias, chiflones, biguás y enormes jaribúes, con su bolsa en el cuello de rojo intenso. Un despliegue de belleza natural parece mostrar al hombre la necesaria relación de respeto para la convivencia.
Los camalotes empujados por la corriente con el depósito de sedimento y semillas arman pequeñas islas flotantes, luego los lapachos, ceibos y sauces consolidan el suelo y se fijan. También hay extensos pajonales y bosques, cada uno con particularidades de fauna y flora. Las dos horas del paseo parecen escasas frente a la variada y profusa oferta que tiene el lugar.
La siguiente excursión toma rumbo sur por la laguna Iberá, hacia la desembocadura del río Miriñay. Ya en el río, se avanza entre islotes que exigen mucha destreza para seguir el cauce principal sin extraviarse.
En esa zona las aves son las protagonistas. Grandes bandadas se esconden entre juncales y pajonales, mientras garzas y cigüeñas asoman sus largos cuellos y el chiflón alerta con su canto a las otras especies de la presencia de visitantes.
La embarcación, detenida entre la vegetación, obliga a los excursionistas a agacharse y casi acostados, observar un cielo armado por una enorme telaraña. Centenares de arañas esperan que caiga una presa en esos hilos de gran resistencia, que al tensarlos y luego soltarlos, emiten un sonido como una cuerda.
Dejamos la naturaleza tal cual la encontramos y continuamos hacia el sector de los pantanos. Con binoculares, observamos al ciervo de los pantanos en momentos de la brama, es decir, cuando corteja a las hembras. Están a unos 150 metros de distancia y se escuchan los bramidos.
Como complemento, visitamos un tipo de hábitat diferente: el monte en galería que se desarrolla a orillas de la laguna y de pequeños arroyos en sectores pantanosos de los esteros. Los timboes, lapachos e higuerones conforman una estructura de grandes troncos, donde hay una incontable población de plantas parásitas, orquídeas, helechos y hongos. El paseo es de más o menos 600 metros, entre galerías de vegetación, por angostos senderos de suelo barroso.
Cuando se está dentro del monte, la vegetación bloquea todas las vistas y se tiene la sensación de estar dentro de un vitreaux natural, en el que las hojas son un filtro luminoso, con haces y sombras multiplicados en miles de tonalidades. La humedad se siente a pleno y el olfato es estimulado por frutos, flores y plantas. Llegamos a un punto donde raíces y troncos se dan un mortal abrazo al competir por la altura y la sobrevivencia.
Monte en galería. En lo alto de los árboles viven los monos carayá.
El camino ofrece miles de pequeños lugares con gran cantidad de especies, que se complementan o compiten, en un ambiente donde el agua satura todo. En lo alto de las copas de los árboles se observa a los monos aulladores o carayá, que pasan inadvertidos. En total quietud y silencio, divisamos a una familia que dormitaba bajo el sol de la siesta.
Llegó la hora del regreso, el puente sobre la laguna parece ser el mejor lugar donde se conjugan atardecer, paisaje y partida y, desde allí, el sol y nosotros nos despedimos de la colonia Carlos Pellegrini.
En la zona sudoeste de los esteros se encuentra Itatí, la última laguna del sistema que da nacimiento al río Corrientes. Se trata de un área donde recién comienzan los trabajos de relevamiento de especies y de conservación, por parte de la Dirección Provincial de Parques y Reservas.
Su importancia radica en la heterogeneidad de ecoregiones que combinan los esteros del chaco húmedo con el bosque chaqueño y la gran avifauna.
Luego de circular por una red de caminos vecinales a lo largo de 50 kilómetros, a través de un desvío, se adentra en el monte tras superar cuatro tranqueras y varios lodazales.
Atardecer. Con las últimas luces las bandadas de pájaros van en búsqueda del lugar de descanso.
A 100 metros del casco de la estancia El Dorado, dedicada a la ganadería, se encuentra la sede de los guardaparque. El nivel del agua estaba en su máxima crecida, ocupaba el total del valle de inundación del río Corrientes y las vacas pastaban con la mitad del cuerpo bajo el agua, rodeadas de infinidad de aves, especialmente chajás.
Embarcamos de nuevo contra la corriente en búsqueda de la laguna Itatí, que tras el filtro de numerosos esteros, llega absolutamente cristalina, de un color azul transparente, que contrasta con el verde intenso de la flora de las costas.
Walter, el guardaparque, nos marca el punto donde comienza el río Corrientes para, después de más de 200 kilómetros, desembocar en el Paraná a la altura de la ciudad de Esquina.
Mientras navegamos, poco se ve de las costas arenosas por el alto nivel del agua. Las plantas acuáticas se inclinan con la corriente y permiten ver el fondo, mientras en las orillas, pastizales y pajonales están casi cubiertos por la crecida.
El curso del río da muchas vueltas, lo que hace pensar que que no se avanza. Podemos ver algunos carpinchos que se zambullen y se ocultan y caranchos y jaribúes que esperan que alguna cría de yacaré se distraiga para convertirlos en un bocado.
La estancia El Dorado organiza dos actividades en el río: en verano pesca con mosca de dorados con devolución obligatoria y en invierno, buceo.
Por el bosque chaqueño
Después de un fabuloso guiso correntino, salimos en excursión pedestre por los senderos del monte, entre algarrobos, ñandubay, quebrachos y esbeltos cactus. En los bajos se junta el agua y crecen montes de achiras, donde el guasuncho tiene su hábitat y los chanchos se dan baños de barro.
A medida que se avanza, se descubren los rastros de la actividad de la fauna: las mulitas, con sus huecos en busca de raíces; los jabalíes, que parecen dar vuelta toda la tierra, y las vizcachas, con sus patios limpios y ordenados.
Tras la huellas, que vienen de todas direcciones, llegamos a una metrópolis de hormigas arará, un hormiguero de unos cinco metros de diámetro con entradas y conos de tierra que asemejan chimeneas. La actividad no cesa en ningún momento, desde centenares de metros llegan con su carga vegetal.
El sol al despedirse obliga a los pájaros a buscar lugar para el descanso y a nosotros a regresar.
Atardecer. Con las últimas luces las bandadas de pájaros van en búsqueda del lugar de descanso.
La Voz del Interior