En las aguas del norte de la Patagonia en Chile flota desde la semana pasada una nueva boya. Es amarilla, tiene tres metros cuadrados de superficie visible y dos paneles solares. De lejos podría parecer igual a cualquier otra, pero no lo es: esta cumple un rol esencial para la conservación de ballenas y la mitigación del cambio climático. Alcanzarla requiere de más de una hora de navegación hasta el Golfo de Corcovado, frente a la costa sureste de la isla de Chiloé, un lugar particularmente valioso desde el punto de vista ambiental, al que en los meses de verano llegan ballenas de todo el hemisferio sur, atraídas por la riqueza de su ecosistema marino.
El Golfo de Corcovado es considerado por los científicos un punto caliente de diversidad marina a nivel mundial. Ahí se unen corrientes frías y ricas en nutrientes que vienen de la Antártica con la corriente de Humboldt, otra de las más productivas del planeta. A eso se suma que, al ser un golfo en el que existen muchas islas, llega al mar un aporte importante de agua dulce proveniente de ríos y canales, lo que también incrementa la disponibilidad de alimentos disponibles para la fauna y flora marina del sector.
“Hay muchísima diversidad que viene a este área a alimentarse y es lo que hacen, por ejemplo, las ballenas azules”, explica Sonia Español, bióloga marina y científica líder de The Blue BOAT Initiative, el primer proyecto de conservación oceánica acústica para proteger a estos grandes cetáceos de la Patagonia. “Aquí es donde más se las puede encontrar en los meses de verano y las acompañan ballenas francas australes y sei, todas en peligro de extinción”.
Secuestradoras de carbono
Según el estudio del Fondo Monetario Internacional Nature’s solution to climate change, publicado en 2019, existen actualmente poco más de 1,3 millones de ballenas en el mundo. Es una cifra muy inferior a los cuatro a cinco millones que se estima que llegaron a ser en algún momento. Distintos países han tomado medidas para prohibir su caza comercial y evitar que se capturen, pero estas siguen viviendo en situación de riesgo permanente debido a la actividad humana. Se enredan en mallas de pesca, sucumben a la contaminación por plásticos, a la contaminación acústica y a las colisiones con embarcaciones. Remediar a este problema no solo es crucial para la preservación de especies, sino también para la mitigación del cambio climático. Y esa es la meta de The Blue BOAT Initiative, una colaboración entre el Ministerio del Medio Ambiente chileno, la Fundación MERI —creada por la filántropa Francisca Cortés Solari—, y el Laboratorio de Aplicaciones Bioacústicas de la Universidad Politécnica de Cataluña.
“Con los años hemos ido aprendiendo que las ballenas no juegan un rol solamente como grandes mamíferos, sino que tienen el maravilloso rol de secuestrar carbono”, explicó Maisa Rojas, Ministra del Medio Ambiente de Chile en el lanzamiento de esta iniciativa en la ciudad de Castro, en la isla de Chiloé, la semana pasada.
El carbono (CO2) es el principal gas de efecto invernadero de origen humano y el gran responsable del calentamiento global. Por eso, el rol de las ballenas como secuestradoras de ese gas es esencial. “Ellas de forma natural absorben más de 33 mil toneladas de CO2 a lo largo de su vida y cuando se mueren caen al fondo marino, entonces ese carbono no vuelve a salir a la superficie. Estos grandes animales capturan tantas toneladas de carbono como 1.500 árboles”, dice Sonia Español.
Una investigación de la Oficina de Santuarios Marinos de Estados Unidos confirma lo que dice la científica e indica que en el Santuario Marino Nacional Greater Farellones de California, por ejemplo, las ballenas muertas del fondo del mar secuestran anualmente un 60% del carbono emitido en esa zona, mientras que las marismas salinas, los pastos marinos y el quelpo (tipo de vegetación marina) absorben el 40% restante.
A esta capacidad se suma que las ballenas contribuyen a la manutención de unas microalgas, el fitoplancton, que, según el estudio del FMI, produce la mitad del oxígeno que consume el planeta. Cuando, tras bajar hacia el fondo del mar para alimentarse, las ballenas vuelven a subir a la superficie para respirar, liberan deshechos ricos en nutrientes que el fitoplancton necesita para crecer.
“Estas criaturas microscópicas no solo contribuyen con al menos el 50% del oxígeno del atmósfera de nuestro planeta, sino que lo hacen capturando unos 37 billones de toneladas métricas de CO2, es decir un estimado de 40% de todo el carbono producido”, dice la investigación del FMI. Para tener una idea más concreta, eso equivale a la cantidad de carbono que capturarían cuatro selvas de Amazonas.
Chile ha sido pionero en la protección de los medios marinos. Entre 2004 y 2019, el país pasó de tener 4% a 43% de su océano bajo protección, convirtiéndose así en uno de los cinco países del mundo con más áreas marítimas protegidas. Además, desde 2012, es parte de los 51 países que pertenecen al Protocolo de Londres, un convenio destinado a proteger el mar del vertimiento de deshechos producidos por la actividad humana. Hoy, cuidar a las ballenas se ha convertido en una de sus medidas para contribuir a la descarbonización.
“Chile tiene una característica geográfica única y recursos desde el norte hacia el sur que permiten dar respuestas concretas a las miradas científicas que tiene el mundo sobre diferentes necesidades”, dice Silvia Díaz, ministra de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación del Gobierno chileno. Entre ellas, se encuentra el cambio climático.
Prevenir las colisiones
En 2008, Chile firmó un decreto supremo que prohibió la total captura de los cetáceos en aguas chilenas. Fue un avance, pero las ballenas del sur de Chile siguen enfrentando grandes peligros. Datos del Servicio Nacional de Pesca indican que se ha producido un número creciente de varamientos y la principal causa de estos es el tráfico marino. Es un problema global. La Comisión Internacional de Ballenas estima que, entre 2007 y 2019, más de 1.200 ballenas en todo el mundo murieron por colisión. El registro, explica Patricia Morales, líder del Comité Ejecutivo de The Blue BOAT Intitiative, es aproximativo porque muchas acaban en el fondo del mar.
“Se cree que esas cifras representan un 30% menos de lo que realmente ocurre”, dice. Boyas como la de esta iniciativa podrían ser una solución eficiente para evitar que esto siga ocurriendo. El artefacto que se acaba de instalar en el Golfo de Corcovado fue desarrollado con una tecnología de vanguardia llamada LIDO (Listen to Deep Ocean Environment). Está dotado de inteligencia artificial que permite enviar de manera automatizada señales de alerta temprana en tiempo real a las embarcaciones para advertirles de la presencia de ballenas a su alrededor. La idea es que, al recibir la información, los barcos reduzcan su velocidad y eviten las colisiones.
El plan de Chile es instalar otras cinco boyas de ese tipo en el Golfo de Corcovado. Y en el futuro, posiblemente, replicar la iniciativa en el corredor marino que recorren las ballenas entre Chile y Ecuador.
Morales explica que la Fundación MERI se demoró 10 años en desarrollar The Blue BOAT Initiative y que para ello se invirtió 1 millón de dólares, un costo que incluye también los distintos estudios científicos que se requirieron para ejecutar el proyecto. Pero dice que existe evidencia de que preservar una ballena es una mejor oportunidad económica que no hacerlo.
“En 2019-2020, Ralph Chami, director asistente del FMI y la científica Sonia Español valorizaron los servicios ecosistémicos que genera la ballena azul del Golfo de Corcovado y se estimó que tiene un valor económico de 4 millones de dólares”, dice Morales. “En Asia, la ballena que se caza para llegar al mercado alimenticio se vende por 80.000 dólares. Es mucho más rentable conservar esta ballena viva y dejarla tranquila que no hacer nada al respecto”.
Contaminación acústica y monitoreo de los océanos
Asimismo, la boya cumple con otras funciones además de generar señales de alerta para los barcos. Está dotada de hidrófonos y sensores oceanográficos que permiten auscultar el estado de salud del mar. Estos instrumentos mapean los sonidos, miden la temperatura, salinidad, niveles de oxígeno y de clorofila de las aguas, para conocer el impacto del carbono en el océano y determinar de qué manera la actividad humana afecta los ecosistemas marinos.
“El sonido es vida en el océano, un océano en silencio sería un océano muerto”, dice Michel André, director del Laboratorio de Aplicaciones Bioacústicas (LAB), profesor de la Universidad Politécnica de Cataluña y creador de la tecnología LIDO. “Pero durante la historia de la humanidad hemos ignorado que el mundo de los océanos estaba regido por el sonido, porque nuestro oído no está hecho para oír bajo el agua”.
A pesar de su gran biodiversidad, el Golfo de Corcovado es también un espacio de mucho tráfico marítimo, debido a las necesidades de desplazamiento de la población de las islas vecinas y por ser un sector de mucha actividad acuícola. Por eso se eligió ese lugar para partir con el proyecto.
“El Golfo de Corcovado es uno de los únicos sitios en el mundo que representa un laboratorio natural, pero a la vez está sometido al tráfico marítimo. Esta probabilidad de encuentro lo convierte en un lugar donde tenemos que desarrollar tecnología para escuchar, entender y actuar. Y actuar es proteger a estas ballenas”, dice André.
Sonia Español, quien ha trabajado en la caracterización de los sonidos de la ballena sei en Chile y las Malvinas y estudiado el canto de la ballena jorobada en Ecuador y Chile, explica que los cetáceos son casi ciegos y que se comunican exclusivamente a través de los sonidos.
“Así como nosotros aprendemos que una letra tras otra genera una palabra, ellos suman sonidos para formar frases, que pueden llegar hasta a ser cantos. Pero de forma específica, lo que hacen con esos sonidos es comunicarse entre diferentes individuos, entre diferentes especies y con todo su ambiente”, dice.
Esa capacidad es tal que les permite identificar con el sonido dónde hay alimento, qué tipo de presas son y si les van a aportar un contenido alimenticio suficiente. A su vez, las ballenas usan el sonido para reproducirse, con un sistema de cortejo similar al de las aves en que los machos son los únicos que cantan para atraer a las hembras. El ruido provocado por los humanos entorpece su comunicación y les genera además un estrés que influye en su capacidad reproductiva.
“Hay estudios científicos en Estados Unidos que demostraron que las ballenas tenían un rango de estrés más elevado en condiciones en las que había embarcaciones. Eso lleva a que todo su organismo biológico y sus defensas se vean disminuidos. Todo eso finalmente influye en el éxito reproductivo de la ballena. Llegamos a tener peligros de extinción”, dice.
Este fenómeno en que el ruido producido por la actividad humana interfiere en la capacidad de las ballenas de comunicarse es lo que Michel André llama el enmascaramiento. En el agua, explica el científico, el sonido se propaga cinco veces más rápidamente que en el aire, unos 1.500 metros por segundo, lo que hace que hoy muy pocas partes del océano no estén afectadas por el ruido. El enmascaramiento, sin embargo, es el menor de los efectos de la contaminación acústica sobre las ballenas.
“En el otro extremo, hay fuentes acústicas por actividades humanas que tienen un nivel tan intenso que la onda asociada a ese sonido es letal para un animal que esté a poca distancia”, dice.
Lo que ocurre en ese momento es que el ruido revienta las estructuras internas de los receptores de los animales lo que los mata instantáneamente.
Entre esos dos extremos se encuentran los traumas acústicos. Estas son lesiones en el órgano auditivo producidas por la exposición prolongada a sonidos antropogénicos, es decir producidos por el hombre. Al cabo de un tiempo, las ballenas pueden incluso volverse sordas. De ahí, la relevancia de tecnologías como la LIDO, por su capacidad de recoger los sonidos tanto artificiales como naturales y analizar su interacción.
“Esta tecnología permite este sistema de alerta para evitar colisiones, pero también entender el hábitat que está compuesto por muchas más especies que las ballenas”, dice André. “Entender el paisaje sonoro es lo que nos va a permitir entender cómo ayudar a la conservación de los cetáceos y al final del mar en su conjunto”.
Eso, puntualiza, es esencial para la supervivencia de los seres humanos. “Sin el océano no existiría la Tierra y no existiríamos nosotros. Por lo tanto, más allá de la conservación de las ballenas (…), preservar el planeta, preservar el océano es darnos una garantía de futuro a los seres humanos”.