Hay especies que nos invaden o, mejor dicho, que invaden los hábitats de otras especies. En realidad, la víctima de la invasión nunca es la especie humana (al menos de forma directa) ya que, con toda posibilidad, la nuestra es la especie más invasora de todas.
Las peores consecuencias las sufren sobre todo otras criaturas, como demuestran las campañas de Australia y Nueva Zelanda para acabar con dos millones de gatos salvajes y muchos más armiños.
Todo empezó con un error garrafal del genio humano, cuando, hace más de un siglo, introdujo el conejo europeo en un ecosistema tan frágil. Las ganas de cazar de los colonos ingleses causaron una de las invasiones más increíbles de la historia.
A partir de allí, fue un sin fin de errores en el intento de arreglar la situación. Fueron introducidos varios predadores alóctonos, tales como gatos salvajes, armiños y zorros, para parar el frenesí reproductivo del conejo, con el resultado de que no sólo no acabaron con la plaga, sino que además crearon nuevas.
De hecho, gatos y armiños se dedicaron a cazar marsupiales y roedores locales, mucho más pequeños y lentos que el conejo de importación. Según el Ministerio de Medio Ambiente australiano, estos animales amenazan ahora la supervivencia de más de cien especies nativas, tras haber causado la extinción de algunas aves terrestres y pequeños mamíferos.
Canberra ha puesto en marcha la Threatened Species Strategy (Estrategia de Especies Amenazadas) que establece un plazo de cinco años para la eliminación de los gatos a través de trampas, armas de fuego y envenenamiento. Más ingenioso es el escamoteo de Nueva Zelanda, que se encomienda a la genética para acabar con los armiños. Es la técnica del gene drive, la modificación de un gen específico en un grupo de ejemplares (como por ejemplo hacer que sólo nazcan varones) y dejar que la naturaleza haga el resto.