El sur de Madagascar se convierte en la zona cero de la hambruna por el cambio climático

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Lejos de los ojos del mundo, Madagascar sufre la primera hambruna oficialmente producida por el cambio climático, tal y como alertaban recientemente las Naciones Unidas. La mitad sur de este país africano e insular en el océano Índico sufre una sequía sin precedentes en los últimos 40 años que ha sumido a más de 1,3 millones de malgaches en una malnutrición aguda.

“La situación es crítica y las previsiones en materia de lluvias no son buenas. La desertificación, la temperatura de 45° grados durante todo el año, la falta de agua, las mujeres que ahora caminan 20 kilómetros para llenar un bidón de agua y poder beber son ya realidades”. Esta alerta la lanzaba el pasado noviembre la ministra de Medio Ambiente de Madagascar, Baomiavotse Vahinala Raharinirina, durante su visita a la Cumbre del Clima de Glasgow (COP26), donde señalaba que no era una situación nueva. “Desde hace unos diez años, esta hambruna ocurre con regularidad, y desde hace cuatro, se agrava”, subrayó.

Ya desde el pasado mayo, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) y la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO) advertían que alrededor de 1,14 millones de personas se enfrentaban a altos niveles de inseguridad alimentaria aguda en el sur de este país africano, y que casi 14.000 estaban en situación de “catástrofe”, el grado más alto de inseguridad alimentaria en una escala de cinco según la Clasificación Integrada de las Fases de la Seguridad Alimentaria (CIF). Ha sido la primera vez que se registra en esta posición desde que se introdujo la metodología CIF en Madagascar en 2016.

Además, el 95% de las personas que sufre inseguridad alimentaria aguda en el sur de la isla depende de la agricultura, la ganadería y la pesca, según la FAO.

Las precipitaciones por debajo de la media en la estación lluviosa de los últimos años han causado una grave reducción en la producción de alimentos básicos, como el arroz y la yuca, así como una merma en el tamaño y las condiciones físicas del ganado. La sequía ha causado la muerte de las reses, agravando de este modo la situación de la gente, al desaparecer, en gran medida, sus medios de vida. Pero los animales no han sido los únicos en sufrir las consecuencias del cambio climático.

Niños y mayores, en peligro de muerte

El PMA y la FAO, ambas agencias de la ONU, no son las únicas dos organizaciones internacionales que han lanzado una alerta. En un informe titulado It will be too late to help us once we are dead (Será tarde para ayudarnos cuando hayamos muerto), Amnistía Internacional (AI) documentaba los efectos de la sequía en los derechos humanos para la población del Gran Sur de Madagascar, donde el 91% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza. “El país está en primera línea de la crisis climática. Para un millón de personas significa la violación de su derecho a la vida, a la salud, a la alimentación y al agua. Podría significar morir de hambre. Está sucediendo ya”, lamenta en un comunicado Agnès Callamard, secretaria general de la ONG.

Aunque no existen datos estadísticos oficiales sobre muertes directamente relacionadas con la falta de lluvias que comenzó en noviembre de 2020, AI entrevistó a varias personas del sur del país que denunciaron fallecimientos por hambre en su comunidad.

“Tengo diez hijos que están vivos y cinco que murieron”, lamenta Georgeline en un testimonio recogido por la organización para el citado informe. Esta mujer de 36 años que vive en el pueblo de Ambondro y solía trabajar como agricultora, ya no puede hacerlo debido a la falta de agua. “Algunos de mis hijos murieron a causa de la diarrea después de la sequía. (…) La gente de la región de Androy muere porque no hay más comida y porque ya no llueve”.

Fred, otro de los entrevistados por AI, asegura que él también perdió vástagos por la misma causa. “Dos de ellos murieron. Uno tenía un año y dos meses y el otro, ocho meses. Siempre tenemos enfermedades del estómago. Como no comíamos nada, siempre nos dolía la tripa y, cuando íbamos al hospital, los médicos creían que era malaria. Nos daban medicinas, pero mis hijos estaban demasiado delgados para sobrevivir“. Mientras Fred hablaba, uno de sus otros pequeños regresaba con varios cactus en la mano y el padre explicaba: “Esto es lo que comemos. Es lo que les damos a los niños y lo que nos mata“.

La infancia, de nuevo, es la que más sufre las consecuencias de esta carestía prolongada de agua y alimentos.

“Prevemos que hasta el próximo junio un niño de cada 10 sufrirá desnutrición aguda grave. Para haceros una idea, durante los últimos dos meses hemos tratado de esta dolencia a más de 17.000 menores de edad, una cifra que normalmente alcanzamos en un año”, lamenta en videollamada Jean Benoit, representante de Unicef en Madagascar. “Gracias a la ayuda internacional hemos podido controlar esta situación, pero estamos entrando en la época del año más difícil, entre enero y marzo, por lo que pensamos que lo peor está por llegar”, predice Benoit.

La deforestación, una de las causas

Si bien la pérdida de hábitats forestales se ha producido en el sur de Madagascar durante mucho tiempo, se han vuelto más profundas en las últimas décadas, según recoge en el informe de AI. También hay fuertes indicios de que la deforestación podría estar contribuyendo al aumento de las tormentas de arena.

El fenómeno natural se conoce localmente como “tiomena”, que significa “vientos rojos” en malgache. Según Rivo Randrianarison, especialista en pronóstico del tiempo del servicio nacional de meteorología en Antananarivo, mientras que las tiomenas pueden ocurrir en casi cualquier lugar del país, el sur profundo es especialmente propenso a ellas, al ser una zona particularmente polvorienta con escasa cobertura vegetal y en medio de una carestía de lluvias persistente.

Los altos niveles de erosión del suelo, la deforestación y las “tormentas de arena drásticas sin precedentes” han cubierto de polvo las tierras de cultivo y los pastizales y han transformado las tierras cultivables de toda la región en baldías. El mismo experto sugiere que el cambio climático podría ser un factor, porque los suelos se vuelven más secos a medida que aumentan las temperaturas, y que cuando se agrega la deforestación, “las posibilidades de que ocurran más temporadas obviamente aumentan en consecuencia”.

Este año, el fenómeno ha alcanzado nuevos niveles de intensidad durante un período más prolongado. Estos factores impactarán gravemente la futura producción agrícola. “La deforestación es uno de los grandes problemas que les afecta a los malgaches y obviamente no pueden depender de lluvias que no van a llegar. Debemos descubrir nuevas formas en las que se pueda regar de manera sostenible para que puedan continuar viviendo. Es realmente indignante que el país, que ha contribuido con menos del 0,01% a las emisiones globales, sea uno de los que más está sufriendo el cambio climático. Los Estados que están en condiciones de proporcionar apoyo financiero, tecnológico y técnico para que el país se adapte mejor a los impactos del calentamiento global tienen el deber moral de ayudar”, reclama por teléfono Mandipa Machacha, investigadora de Derechos Humanos de la oficina regional de Amnistía Internacional de África Meridional.

Todas las entrevistas realizadas por AI con personas afectadas por la sequía mostraron que los fuertes vientos que ocurren en esta región están afectando negativamente el derecho a la alimentación de la población, y la inmensa mayoría mencionaron las tormentas de arena como uno de los principales impulsores del hambre. La organización visitó Vahavola Amboropotsy, un pueblo situado entre Ambovombe y Amboasary, que está parcialmente cubierto por dunas de polvo traído por fuertes vientos.

“El clima realmente ha cambiado; el viento no ha dejado de soplar y no hemos podido cultivar. A veces, cuando los niños se mueren de hambre en la casa tenemos que ir a vender las ollas y cucharas al mercado. Es este viento terrible el que trajo esta duna al corral de cebú (ganado). Soplaba muy fuerte. Cuando salimos, ni siquiera pudimos abrir los ojos. Incluso los coches que circulaban por la carretera tenían que encender las luces delanteras porque no se veía nada”. Habla Joséphine, de 60 años, que vive allí con sus cuatro hijos y teme que su casa se vea envuelta por la arena. El recinto, donde normalmente guarda a sus animales, quedó completamente cubierto, lo que la puso a ella y a su familia en un estado de desesperación.

El hambre y la pobreza, más allá del sur

Pero los efectos devastadores del cambio climático y la sequía traspasan la frontera meridional del país. “Hemos notado mucho el encarecimiento de productos alimenticios que vienen del sur (la mandioca, el azúcar y la carne de los cebúes…) y si esto a nosotros nos afecta, imagina a las familias más vulnerables y sus economías. Para ellas es terrible”, contextualiza en una videollamada José Luis Guirao, presidente de la ONG Agua de Coco. Responde desde la oficina de Tulear, enfrente del canal de Mozambique, la zona oeste del país.

La organización trabaja en Madagascar desde hace años, y lidera un proyecto para combatir la malnutrición crónica y aguda entre mujeres y niños. Además de dar formación y enseñar las bases de una buena alimentación, en las instalaciones de Agua de Coco comparten varias comidas al día basadas en lentejas, judías, arroz, huevos, carne y pescado, “todo local y a un precio razonable”, explica Guirao, para que después de pasar por el proyecto, las beneficiarias sepan alimentarse y lo puedan hacer, en la medida de lo posible, con los alimentos que más a mano tienen en su día a día.

Una de estas usuarias es Niriña, una adolescente de 14 años, madre soltera de una bebé de cinco meses, que malvive, junto a su madre y su hermana, de lo que puede conseguir su progenitora con trabajos informales, como el llamado en malgache kirarrua, un empleo que consiste en limpiar la ropa de sus vecinos y por el que cada dos o tres días le pagan alrededor de 0,7 céntimos de euro. Con ese dinero, en el mercado de su ciudad puede comprar una porción de arroz, cuatro tomates pequeños y una cebolla. Una cantidad, claramente insuficiente para alimentar a toda una familia. “Es un sistema de supervivencia total”, explica Guirao.

“Lo que más me gusta es que puedo comer y quiero aprender muchas cosas, ayudar a mi madre y a convertirme yo en el sustento de mi familia”, explica Niriña, que sueña con estar al frente, algún día, de una tienda de comestibles.

En el barrio de donde procede la joven, la principal ocupación es la pesca tradicional, reservada para los hombres y para aquellos que tienen posibilidades de comprarse una barca y las herramientas para poder faenar. Para ella, que nunca pisó la escuela, su único medio de vida tendría que ser recogiendo sal, una tarea muy sacrificada y que no reporta tampoco muchos beneficios económicos. “No pueden cultivar tampoco, porque la zona es súper árida y la sequía ha empeorado la situación”, contextualiza Girao.

“Cuando hablamos de cambio climático, no pensamos en cómo puede romper el futuro de las personas, especialmente el de las mujeres”. Marie Christine Kolo, activista y miembro de la delegación de Madagascar en la COP26, ejemplifica la lucha de su pueblo contra el calentamiento global en la figura de Belani, una mujer de 33 años, pescadora, que con 12 hijos está tratando de luchar para poder sobrevivir a la falta de lluvia, sin poder pescar, y ha visto, sin más remedio, como dos de sus hijas, de 14 y 11 años, se han casado para poder asegurarles una estabilidad, sin haber pisado la escuela.

Un futuro que para la ministra de Medio Ambiente, Baomiavotse Vahinala Raharinirina, no es tan lejano del resto de la isla y del mundo. “La situación que vive el sur de Madagascar en la actualidad será la de tres cuartas partes del país en 2080 o 2100: eso significa más de 20 millones de personas. Puede que sea un término nuevo, pero necesitamos más empatía climática, del norte al sur y entre ciudadanos. Y no significa compasión, sino asegurar que el otro pueda proyectarse en un futuro”.

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