La destrucción de los ecosistemas es el primer paso hacia las pandemias

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El confinamiento nos hace buscar culpables. Unos, cargados de racismo, señalan a “los malditos virus chinos”. Otros ponen el índice sobre el pangolín, mientras buscan en las redes una imagen que les dé oportunidad, al menos, de saber cómo es este animal exótico. También hay quien, lejos de cerrar filas en momentos de unidad, cargan contra el Gobierno, que parece no haber sabido gestionar la crisis sanitaria del coronavirus. Se puede encontrar, incluso, personas que defienden de manera férrea que esta crisis viral responde a intereses ocultos, lo cual ha sido desmentido por la ciencia en un estudio reciente que niega que COVID-19 pueda haber nacido en una laboratorio.

Más allá de conjeturas, esta pandemia global pone sobre la mesa una evidencia relativa a la repentina aparición de virus desconocidos en las sociedades: el ser humano y sus acciones sobre el medio ambiente favorecen que este tipo de organismos, ocultos en la naturaleza, entren en contacto con las sociedades.

“Simplificamos los ecosistemas, reducimos el número de especies y perdemos biodiversidad. Esto hace que desaparezcan especies intermedias que actúan como barrera, favoreciendo que estemos en contacto con otras especies con las que nunca teníamos contacto y, por lo tanto, más expuestos”, explica a Público Fernando Valladares, doctor en Ciencias Biológicas e investigador del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

La reducción de la Tierra a un producto es, sin lugar a dudas, un condicionante a tener en cuenta a la hora entender la razón por la que este tipo de enfermedades –unas más virulentas que otras– se propagan por el mundo con cada vez mayor periodicidad. “Existe una vinculación probada científicamente entre la destrucción de entornos naturales y la aparición de nuevas enfermedades”, expone Juantxo López de Uralde, diputado ecologista y presidente de la Comisión de Transición Ecológica del Congreso.

“Con la destrucción de bosques tropicales para, por ejemplo, plantación de monocultivos, las especies desaparecen y otras buscan refugio en zonas más cercanas al ser humano, que interactúa con el animal a través de comercio de especies, o directamente se lo come, y termina contagiándose”, resume el experto.

El problema de eliminar bosques para llenar bolsillos va más allá de la moralidad ecologista y abre la puerta a que se aumenten los riesgos de propagación de enfermedades. Según explicaba esta semana en la BBC Peter Daszak, ecólogo e investigador clave en el descubrimiento de los murciélagos como origen del SARS, se estima que en las zonas más recónditas del planeta se esconden en torno a 1,7 millones de virus sin descubrir, lo que revela hasta qué punto revertir espacios naturales al antojo de la economía –sea deforestación o sea tráfico de especies exóticas– puede aumentar los riesgos de una pandemia como la actual.

“Uno de los mensajes más importante durante esta crisis es que la biodiversidad nos protege. Es algo que debe de quedar claro. Estamos gastándonos una ingente cantidad de dinero en contener un fracaso, que es lo que es el coronavirus, porque el éxito no es vencer la pandemia, sino que no se produzca y para ello es necesario recuperar los ecosistemas y mantenerlos intactos”, advierte Valladares, que pone el foco en el valor de la naturaleza como “barrera” ante este tipo de fenómenos.

En el caso del coronavirus, las tesis principales hablan del murciélago como uno de los animales que habría podido propagar el virus. Lo que no está claro es cómo y si hubo animales intermedios –aquí podría entrar en juego el pangolín– que hubieran estado infectados por el mamífero volador y pudieran haber propagado el virus. En cualquier caso, las similitudes con la propagación de otras pandemias como la del Sars o el Ébola son evidentes: seres humanos que entran en contacto con animales con los que en el pasado no guardaban relación alguna.

Esta irrupción del ser humano en la naturaleza se convierte, según un informe reciente del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), en un “boomerang” que se vuelve contra la salud global. Así, la expansión del COVI-19 se se debe, según las primeras publicaciones, a un proceso de zoonosis que, lejos de tener su origen en los mercados de especies exóticas, comienza en las actividades de deforestación y construcción de infraestructuras en territorios boscosos. Este es el primer paso para que animales prácticamente desconocidos se acerquen al ser humano.

Los murciélagos estaban detrás del SARS, el mono pudo ser el paciente cero del VIH, las gallinas, a su vez, extendieron la gripe aviar y, ahora, se señala al pangolín y al murciélago como posibles transmisores del COVID-19. “Tendemos a buscar un origen y siempre recurrimos al animal, cuando el culpable real es el ser humano, que de manera directa o indirecta ha sacado a las especies de sus ecosistemas”, argumenta López de Uralde.

“Hasta ahora hemos conservado los ecosistemas por pura ética, sin saber que estos ecosistemas nos protegen”, agrega Valladares, haciendo énfasis en que esta crisis puede servir para entender el valor de protección que tiene la naturaleza. Así, el experto incide en que la “victoria” sobre el coronavirus pasa por la “complejización” de los ecosistemas y para ello, según explica, es necesario “cambiar las estructuras sociales y económicas” que favorecen la depravación de la naturaleza. “Es la única forma de conseguir que dentro de un tiempo no llegue otro virus desconocido a las civilizaciones”, zanja.

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