Los campesinos mexicanos que le venden aire limpio a Silicon Valley

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El sonido de los machetes se mezcla con las risas de los comuneros que faenan a buen ritmo y entre bromas en un monte de pino y encino de la sierra norte de Oaxaca, en el centro de México. Es domingo y varios camiones han recogido a las 6 de la mañana delante del edificio de la Presidencia Municipal de Itxlán de Juárez a los 150 hombres y mujeres que participan en un tequio, una actividad comunal no remunerada por la que desbrozan el bosque: limpian los linderos y las guardarrayas de maleza para que los pinos puedan crecer mejor.

“Conservar los bosques es interesante porque a los comuneros nos da efectivo. Es una fuente de empleos porque tenemos el aserradero y hay personas que se dedican a trabajar la madera”, dice una de las comuneras, Melina Lázaro García, una policía municipal de 41 años que ha venido con su hermana gemela y una amiga. A unos pinos de distancia, Jaime López Becerril, otro comunero de 50 años, se afana para desbrozar el área que le corresponde. “Lo mantenemos limpio de muérdago, de plagas… El bosque quiere que convivas con él y los animales también. Si no, también se echa a perder. Se plagan los cerros y después controlarlo es difícil”, explica. La zona en la que trabajan está en proceso de regeneración natural después de que los técnicos comunales recomendaran en 2019 hacer matarrasas y quemas controladas para erradicar una plaga de insectos defoliadores. “La respuesta que estamos viendo es una masa forestal sana y de buena altura para su tercer año”, explica Artemio Aquino, presidente del Comisariado de Bienes Comunales, el órgano encargado de hacer cumplir los acuerdos tomados por la comunidad en asamblea.

El bosque ha sido siempre un sustento para los vecinos de Itxlán de Juárez. En los años 80, pelearon por la propiedad de los recursos naturales y ahora, además de asegurarse de que los cuidan y los mantienen, tienen varios negocios comunales que dependen de ellos: procesadoras de madera, una fábrica de muebles, una planta purificadora de agua o una empresa de ecoturismo. En los últimos años, han encontrado otro valor agregado al manejo forestal sustentable: desde 2019, destinan más de 4.800 hectáreas de bosque al mercado de bonos de carbono, un plan por el que varias comunidades de la zona cuidan los árboles, miden el aire limpio que generan y se lo venden a empresas, gobiernos y particulares que quieren reducir su huella de carbono y apoyar económicamente a quienes, como ellos, contribuyen a la mitigación del cambio climático.

“Es una iniciativa muy buena que fortalece la parte comunitaria porque se le da mantenimiento al bosque y el recurso que se capta lo reinvertimos en los árboles, en empresas comunitarias y a obras sociales”, explica Aquino. La suya es una de los 12 comunidades indígenas y campesinas de Oaxaca que participan en el proyecto Carboin, una iniciativa de captura de dióxido de carbono (CO2) para reducir la emisión de gases de efecto invernadero mediante el manejo, conservación y aprovechamiento sustentable de los recursos naturales.

En total, cuidar el bosque a través de esta iniciativa ha dejado más de 3,5 millones de dólares en beneficios en más de una década a las comunidades. Hasta 2022, las 22.000 hectáreas destinadas a estos proyectos han generado casi 275.000 créditos de carbono. Cada uno de ellos representa una tonelada de CO2 que no se ha emitido a la atmósfera.

Medir el carbono capturado

Las estimaciones para determinar cuánto carbono secuestra un bosque se hacen a través de ecuaciones de crecimiento o alométricas. Primero, se realiza un inventario para contar los árboles, a qué especie pertenecen, su altura, grosor y características físicas. En función a eso, determinan el CO2 que pueden capturar los sitios de muestreo. “Ese carbono se escala a nivel de hectárea y, con un promedio, podemos saber cuánto carbono captura un bosque en determinada superficie”, explica Rosendo Pérez Antonio, miembro de la Integradora de Comunidades Indígenas y Campesinas de Oaxaca (Icico), la desarrolladora del proyecto, y quien hace de enlace entre vendedores y compradores.

Desde 2014, esas mediciones se rigen por el Protocolo Forestal para México (PFM) de la Reserva de Acción Climática, lo que les permite vender bonos al mercado internacional. En los inicios del proyecto, hace más de una década, este aire limpio de Oaxaca les sirvió a empresas mexicanas e incluso diferentes gobiernos para tratar de borrar su huella de carbono. Hoy, sus principales compradores están al otro lado de la frontera, en Estados Unidos. Entre quienes han comprado bonos de estas montañas están Disney, la universidad de Duke o la alcaldía de Palo Alto, sede de Silicon Valley, que entre 2014 y 2016 adquirió 17.000 toneladas, además de muchas compañías privadas que prefieren mantener sus nombres en el anonimato por el riesgo vinculado a la compra de un producto intangible como este, asegura Elsy Alvarado, gerente de producto de Cool Effect, una plataforma comercializadora que actualmente adquiere buena parte de los créditos de Carboin.

“En nuestra cartera tenemos muchas empresas de comida, de aviación, muchas de tecnología, bancos internacionales, muchas de software, muchas de Silicon Valley”, enumeraba Alvarado en un viaje reciente a Oaxaca durante la celebración de un evento anual entre compradores y vendedores en Santa María de Peñoles. Son, según explica, grandes compañías que quieren borrar su huella de carbono, pero que no conocen los proyectos sobre el terreno y confían en ellos para gestionar la compra y hacer las verificaciones correspondientes para comprobar que son proyectos fiables.

Verificar que no les dan gato por liebre es una de las tareas de su compañero Rafael Mendoza. Para ello, revisa que los proyectos cumplan con la metodología, hace visitas de campo para asegurarse de que lo que ponen en los reportes es real y analiza si hay algún dato atípico. Tanto Mendoza como Alvarado coinciden en que este proyecto de Oaxaca es especialmente fiable y destacan la gobernanza de las comunidades. “Mucho de lo que nos gusta es el compromiso de la gente. No es solo lo que nos digan ellos, sino también lo que nosotros vemos en campo: que hay un buen manejo y cuidado, no ves señales de incendios, no hay ni siquiera basura en el bosque. Eso gusta mucho”, explica el consultor de Cool Effect. Se trata, según dice, de una doble comprobación para transmitir confianza a sus clientes. “Estamos conectando empresas con un compromiso con el medio ambiente con proyectos buenos que valen la pena”.

“Responsabilidad, trabajo e inversión”

El compromiso de las comunidades es una de los principales características de Carboin. Como socias de la integradora, ellas tienen el control de los procesos y no lo ven como algo ajeno o impuesto, sino como algo propio de lo que deben responsabilizarse. “Han entendido que vender bonos de carbono no es solo vender un servicio ambiental, sino que las actividades que ellos hacen de conservación de los ecosistemas influyen en la capacidad de los bosques para capturar agua y para ser refugio y un hábitat de diferentes plantas y animales, de biodiversidad”, afirma Pérez Antonio, de Icico. Además, agrega, como muchos de los beneficios se reinvierten en programas sociales y en el pago de jornales, el programa está consiguiendo reducir la tasa de migración en los municipios participantes.

Pero el camino para llegar hasta aquí no ha sido fácil ni rápido. Carboin comenzó tímidamente en el año 2000 con superficies agrícolas reconvertidas a bosque y plantaciones de café. Al principio había mucha incertidumbre sobre cómo se iban a comportar los mercados. Además, desarrollar los inventarios era costoso y no tenían los recursos necesarios. Las comunidades pioneras empezaron con pocas hectáreas de tierra y estuvieron ocho años sin ver resultados. Las primeras ventas en el mercado voluntario mexicano no se produjeron hasta 2008 y en 2012 formaron la integradora que lo gestiona.

Ahora que están empezando a ver los frutos de su esfuerzo, cada vez más comunidades se están sumando al proyecto e Icico ha recibido llamadas de diferentes partes del país de grupos interesados en replicar la iniciativa. “Se requiere de bastante responsabilidad, trabajo e inversión”, advierte Arcadio Martínez Herrera, presidente del consejo de vigilancia de La Trinidad. Esa localidad tiene algo menos de 800 hectáreas destinadas a la iniciativa que en dos años han generado 4.800.000 pesos de ingresos (algo menos de 250.000 dólares). Tras recibir los primeros beneficios y un curso de planeación por parte de Icico, la asamblea comunitaria decidió invertir ese dinero en el bosque —compraron herramientas y equipos para seguir trabajando—, en los salarios de cinco empleados fijos, la mayoría mujeres, y en proyectos sociales de educación y salud.

“Si fuéramos como otras comunidades que dijéramos: ‘Ya nos cayó un milloncito de pesos: nos los chingamos’… Pero no, aquí ustedes ya ven cuánto se le ha invertido y cuánto se le regresa al bosque de todo lo que nos benefició este proyecto de bonos de carbono”, asegura Martínez Herrera. “Queremos que las empresas, sean nacionales o extranjeras, estén conscientes de que ellos contaminan y que tienen que aportar a las comunidades, a la gente que hace la chamba para que absorba esa contaminación”.

Ya sea por imagen, por convicción o por interés, muchas de las empresas que más contaminan parecen estar dispuestas a borrar su huella de carbono en el contexto de crisis climática actual. Según Elsy Alvarado, de Cool Effect, el interés por este servicio está disparado. “No damos abasto. La demanda de las compañías americanas y también europeas es muy alta”, afirma. Con los créditos de 2023 vendidos, los emisores de los bonos de Oaxaca tienen el objetivo de duplicar su capacidad de captura hasta las 50.000 toneladas para 2025 con la inclusión de nuevas comunidades. Además, la integradora prevé ampliar su oferta con más proyectos agroforestales e incluso de carbono azul en los manglares.

Mientras, las comunidades indígenas y campesinas participantes siguen buscando la mejor manera de distribuir los beneficios para devolverle a la naturaleza lo que les ha dado y lidiar con los efectos del cambio climático, que también han comenzado a sentirse en esta zona de la sierra norte de Oaxaca con periodos de sequía más intensos y plagas más frecuentes. En Santa María Jaltianguis, por ejemplo, los comuneros están usando los ingresos de los bonos de carbono para reforestar los bosques con árboles frutales y maderables. Además, están construyendo una obra de canalización y almacenamiento de las aguas que caen de los manantiales de las montañas. Su objetivo es aprovechar ese recurso para el riego y el consumo en las épocas de escasez.

Una de las tuberías para la canalización de esa obra se está construyendo en la montaña, al lado de la capilla de San Nicolás, a donde todos los años peregrina la comunidad para darle gracias al santo por lo que les da la naturaleza y pedirle agua cuando no llueve. “Si esto se conserva es porque es un patrimonio comunal. Aquí no hay propiedad privada. Es un legado que nos han dejado nuestros ancestros”, dice Nicolás Morales Hernández, el secretario del comisariado de bienes comunales de Santa María Jaltianguis.

El hombre de 60 años habla sobre la crisis climática al lado de la capilla con un hilo de voz suave pero firme: “Nosotros creemos que la salida es la fraternidad entre los pueblos y concebir a la naturaleza como a una madre. Así nos enseñaron de niños, a verla como madre tierra”, dice. Hernández es consciente del valor de la iniciativa de los bonos de carbono, pero insiste en la importancia de que prevalezca la relación que sus antepasados tenían con el bosque y que mantienen en cierto modo con el sistema de organización comunal. “Hay que cuidar los ecosistemas para poder seguir viviendo de la naturaleza. Tener el bosque como mercancía es un riesgo latente. Nosotros somos ajenos a verlo como una razón de costo-beneficio. Queremos transmitir este legado a futuras generaciones. Sin duda es una garantía de subsistencia”.

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