La contemplación del glaciar Perito Moreno hipnotiza: uno quisiera que no pase el tiempo. Pese al leve trino de los pájaros y las voces de los turistas, es fácil quedar inmerso en una sensación de pausa total. Hasta que ¡bbbrrrruuuummmm!, un témpano truena al caer al lago Argentino.
Desde entonces, las voces de los hielos –a veces se sienten como disparos– lo mantienen alerta: no se quiere perder ninguno de los constantes desprendimientos.
Está en juego la ilusión del derrumbe total, una sensación ambigua ante esta inmensa lengua blanca y azulada (por un efecto óptico del sol sobre el hilo) que baja de la cordillera de Los Andes. El amor por la belleza, pero también el deseo de comprobar la plenitud de la naturaleza, que hace y deshace.
Por eso, sobre las pasarelas ubicadas a apenas 300 metros de la pared del glaciar, es usual ver a gente tomando mate, sentada y contemplando en silencio, o a desesperados fotógrafos y camarógrafos ocasionales que quieren captar para siempre esas manifestaciones del hielo, sus murmullos o sus gritos a cada paso.
En El Calafate hay múltiples opciones para disfrutar pero claro, sólo la visita al glaciar Perito Moreno justifica el viaje. Entre esta pequeña perla de la provincia de Santa Cruz, ubicada sobre la estepa desértica y a orillas del gran lago Argentino (1.466 kilómetros cuadrados), con cauquenes y flamencos rosados en las orillas y las cumbres nevadas de fondo, se disfruta de la transición hacia el bosque patagónico, en los 80 kilómetros de camino por tierra.
Mientras cambia el clima y la vegetación, el lago Argentino comienza a mostrar pequeños témpanos de hielo que anuncian el glaciar. Se ingresa al Parque Nacional y, entre curva y curva, de golpe aparecerá en el fondo del paisaje la inmensa lengua de hielo que baja de la montaña.
Antes del desvío al puerto de Punta Bandera está el Mirador de los Suspiros. Pare: es la primera postal imperdible, que muestra el contraste entre el bosque y el hielo. Y si bien la mera contemplación del glaciar desde las pasarelas justificarán el viaje, es recomendable por lo menos hacer la más breve excursión en bote por el lago hasta las paredes del glaciar.
Le aportará una sensación diferente: la ilusión de que se puede tocar una de las tres paredes del Perito Moreno. Cuando falta poco, muy poco, el barco regresa: en la fría terraza del bote el consuelo estará en las mejores autofotos del viaje.
Si no se puede sobrellevar esta sensación de casi acariciar la belleza, existe una excursión alternativa, más costosa, que involucra hacer trekking sobre el hielo: caminando ahí, sobre la lengua de hielo de ese gigante que es el glaciar.
Otras excursiones más costosas permiten navegar por otros brazos del lago y avistar otros glaciares, de más difícil acceso, serpenteando entre los témpanos. Por qué no ver, por ejemplo, el glaciar Upsala, el más grande del campo de hielo patagónico, que triplica en superficie al Perito Moreno.
Se vuelve a la ruta y se llega a la zona de pasarelas. Hay baños y un restaurante de precios accesibles para renovar energía. En el lugar también se ve a mucha gente con su propia comida –ya que no hay un lugar para comprar provisiones y es conveniente comprarlas antes de emprender el viaje–, algunas bebidas y mate.
Hay múltiples recorridos y un ascensor de paredes de cristal, para personas con dificultades de movilidad que baja hasta el borde del lago.
Este año no hay suerte plena: el avance del glaciar hacia la costa está a medias y aún no se ha formado el famoso puente que, cuando al Moreno se le ocurre, se quiebra. Pero no importa: ya sentirá esa impresionante forma de expresarse que tiene el glaciar, de tanto en tanto, con sonidos como balazos y de golpe el trueno que musicaliza un desprendimiento. Sí o sí va a ver alguno.
Si en la vida se consignan tres metas fundamentales, plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro, en El Calafate esas metas son: visitar el Perito Moreno, cenar cordero patagónico y, tal vez, probar la mermelada de calafate.
Como en la vida, hay variantes, y en esa tríada puede entrar una visita al Glaciarum, el “museo del hielo” o centro de interpretación (entrada, $ 140) donde, en forma pedagógica y entretenida, se informa sobre las características de los glaciares.
Se hace una visita autoguiada, pero también hay personal que responde a las preguntas de los visitantes. Si llegó hasta ahí, no se pierda el bar de hielo subterráneo, una experiencia única pero breve (no más de 20 o 25 minutos). Uno entra como si ingresara a un frigorífico. Una botella gigante de ferné tiene arriba un monitor que indica la temperatura: –8°C. Le entregan una capucha y capa térmica para aislar el frío y guantes, imprescindibles para tomar los tragos en vasos de hielo. “Te olvidaste de pedir hielo”, el chiste de cajón. Pagada la entrada ($ 100), es canilla libre, hasta que finaliza el turno.
En El Calafate se pueden visitar las viejas estancias con las que comenzó a poblarse la villa. En invierno, se puede disfrutar del parque de nieve La Hoya del Chingue. Pero ahora, en temporada alta (noviembre a marzo), la nieve sólo se avista en las altas cumbres. Se pueden degustar chocolates artesanales y visitar el Casino. Pero todo el tiempo, en la mente, estará el glaciar, ese gigante de hielo que se mueve y truena.
El Perito Moreno no se llamaba todavía así, ni siquiera se pensaba en él como la maravilla natural que es, cuando se comenzó a poblar la zona de El Calafate. Hoy, la ciudad parece estar al alcance de la mano, a apenas 80 kilómetros de asfalto, pero cuando nació el poblado estaba a días de a caballo y era sólo una posta de carretas a orillas del lago y el glaciar, que lleva el nombre de un explorador que no lo conoció.
No hay registros, cuenta el historiador local Milton Ibarra Philemon, de que los tehuelches, el pueblo originario de la zona, le haya dado alguna importancia por sobre el resto de la geografía, aunque desde luego lo conocían.
Entre el bosque y la meseta patagónica, El Calafate era el lugar de paso para los estancieros inmigrantes que comenzaron a poblar las orillas del gran lago Argentino. El transporte era fluvial.
Hay registros de que en 1885, dice Milton, se dividieron los lotes para las estancias. El perito Francisco Moreno, geógrafo y científico argentino que fue clave para la delimitación de las fronteras con Chile bajo el laudo británico en 1896, había estado muy cerca del glaciar que hoy lleva su nombre. Pero no lo conoció. En 1877, junto a un baqueano de apellido Zamora, estuvo a pocas horas, escuchando las rompientes de las paredes y viendo los témpanos, pero el glaciar no pasó de ser una sospecha para él.
Uno de los primeros pobladores fue el policía Remigio Ortiz, que se juntó con una tehuelche y tuvo una niña. Estuvo hasta 1903, cuando murió su hija.
En 1909, el francés Armand Ghilou puso el primer boliche en la zona, y tuvo como clientes a los estancieros y peones inmigrantes que estaban de paso. Luego lo vendió a otros tres inmigrantes, dos de los cuales se fueron cerca del Perito Moreno.
“El glaciar comienza a ser pensado como un objeto turístico por 1915, cuando llegaban exploradores de todas partes del mundo hasta el boliche donde estaban estas dos familias de inmigrantes. Desde ahí salían las caballeadas hasta el glaciar”, dice el historiador. Por entonces le llamaban “el ventisquero”, por su función de aire acondicionado de la región.
El Calafate nació como tal en 1927, por un decreto del presidente Marcelo T. de Alvear. Hubo desde entonces varios intentos en convertirlo en un foco turístico, incluso de la mano del presidente Juan Domingo Perón, quien solía enviar visitantes al hospedaje del “Turco” Emilio Amado, un amigo de su familia. El hotel Amado persiste hoy, frente al Casino.
En la década de 1970 se instaló el Automóvil Club Argentino. Desde entonces a la actualidad registró una importante mutación, y hoy cuenta con hoteles y spa exclusivos en las inmediaciones del lago Argentino.
Juan Carlos Simo
La Voz