El tiburón ballena (Rhincodon typus) es el pez viviente más grande del mundo, ya que puede llegar a medir doce metros de longitud. Como si de una huella digital se tratase, estos animales presentan un patrón de manchas que permite identificar a cada individuo. Además, presentan en sus vértebras una sucesión de bandas que, al igual que los anillos de los árboles, aumentan con el paso del tiempo. Para poder saber la edad de cada tiburón, por tanto, bastaría saber con qué frecuencia crecen sus anillos. Sobre este punto no hay consenso científico: algunos estudios sugieren que se forma un anillo nuevo cada año, mientras que otros estiman que esto se produce cada seis meses.
Conocer la edad de estos animales, catalogados como “vulnerables” por la lista de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN) que evalúa el peligro de extinción, es importante porque, cuando más longeva es una especie, más vulnerable es a las amenazas que suponen factores como la caza ilegal o el calentamiento de los océanos.
Ahora, un trabajo publicado en la revista Frontiers in Marine Science sugiere que el aumento de anillos podría producirse cada año. Para llegar a esta conclusión, los científicos se han aprovechado del legado radiactivo que nos dejó la carrera armamentística que se produjo durante la Guerra Fría en el siglo pasado.
La huella de carbono-14
Tras la Segunda Guerra Mundial, las grandes potencias del mundo realizaron diversas pruebas nucleares, y uno de los efectos fue que, de forma temporal, en la atmósfera se duplicaron las concentraciones del isótopo carbono 14, un elemento radiactivo natural que arqueólogos e historiadores usan de forma habitual para realizar dataciones. La ventaja del carbono-14 es que se descompone a velocidad constante y además es fácil de medir, por lo que es perfecto para hacer estimaciones de edad.
Esta huella formada tras las explosiones nucleares de la Guerra Fría creó una especie de etiqueta en los organismos vivos, pues el isótopo se fue moviendo a través de las redes tróficas y su firma aún persiste. Como ya hemos comentado, el carbono-14 se desintegra a velocidad constante, lo que significa que la cantidad contenida en un hueso formado en un punto en el tiempo será ligeramente mayor que la contenida en el hueso idéntico formado posteriormente.
Usando esta técnica, el equipo de investigadores midió los niveles del isótopo en los anillos de crecimiento de dos ejemplares de tiburón ballena fallecidos hace tiempo y que se conservaban en Pakistán y Taiwán, y de esta forma pudo determinar con más exactitud la frecuencia de creación de los mismos y, por tanto, la edad del animal analizado.
“Descubrimos que, efectivamente, cada año se deposita un nuevo anillo de crecimiento”, explica uno de los investigadores participantes en el estudio. “Esto es muy importante, porque si sobreestimas o subestimas las tasas de crecimiento, desarrollarás una estrategia de conservación que seguramente no funcione”.
En uno de los individuos analizados, los científicos pudieron determinar con exactitud que había fallecido a los 50 años de edad. En estudios de modelado anteriores se había sugerido que los tiburones ballena pueden vivir incluso cien años, y gracias a esta nueva técnica será posible datar con más exactitud la edad de otros ejemplares para estimar la longevidad media de la especie. “Nuestro estudio muestra que los tiburones adultos pueden alcanzar una gran edad y que la larga vida útil probablemente sea una característica de la especie. Ahora tenemos otra pieza del rompecabezas”, concluye el experto.