¿Qué son las Perseidas? un fenómeno de enorme gravedad

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Llega la hora de mirar al cielo nocturno y no cerrar la boca ante la aparición de uno de los fenómenos más visibles y disfrutables de nuestro cosmos más cercano. Desde el punto de vista astronómico, puede decirse que las Perseidas, o Lágrimas de San Lorenzo, es un fenómeno que vemos en el cielo nocturno durante algunas semanas de verano boreal.

Lo que apreciamos en el cielo cuando llegan las Perseidas es una lluvia de estrellas fugaces producida al volatilizarse en la atmósfera pequeñas partículas de polvo atraídas intensamente por la gravedad terrestre. El fenómeno, no exento de derivadas mitológicas, nos recuerda que somos parte de un universo que no deja de moverse. Como lo demuestra la superluna (última del año) que podrá verse de forma simultánea coincidiendo con estas tórridas noches de agosto.

Las partículas de polvo de las Perseidas son desechos que ha dejado el cometa Swift-Tuttle en su órbita alrededor del Sol (con un periodo de 135 años). Sus estelas se producen cuando la Tierra, en su órbita alrededor del Sol, cruza la zona donde han quedado esas partículas, que son atraídas por la gravedad. Por tanto, su regularidad va ligada a la regularidad de la órbita terrestre. El registro más antiguo que se tiene de su actividad es del año 36 d. C. de los anales históricos chinos, pero no fue hasta 1835 cuando el astrónomo belga Adolphe Quetelet muestra que se produce una “lluvia de meteoros”, de forma cíclica en agosto, con su radiante en la constelación Perseo.

Asteroide Faetón

Las Perseidas no son un fenómeno aislado. Las Cuadrántidas y las Gemínidas, entre otras, también se precipitan sobre nuestro cielo durante el año. “Son fenómenos muy parecidos”, explica a El Cultural Antonio J. Durán, autor del libro El universo sobre nosotros (Crítica). “En 2003 se descubrió que las Cuadrántidas se producen al cruzar la órbita terrestre el rastro del asteroide 2003 EH1 (posiblemente un antiguo cometa); mientras que las Gemínidas las producen los restos del asteroide Faetón. Las diferencias son desde luego de fecha, pues las Cuadrántidas se observan a principios de enero, mientras que las Gemínidas ocurren a mediados de diciembre”.

“Esto puede condicionar la observación, pues (en el hemisferio norte) la probabilidad de cielos cubiertos en diciembre o enero es mucho más alta que en agosto. La forma en que incide la órbita de la Tierra con los restos dejados por los asteroides implica también algunas diferencias; por ejemplo, la lluvia de estrellas asociada a las Cuadrántidas es más breve que las otras al cruzar la Tierra los restos dejados por el asteroide 2003 EH1 de forma casi perpendicular”, añade el catedrático de Análisis Matemático de la Universidad de Sevilla.

Los meteoritos y cometas se encuentran en el inconsciente de la civilización humana. Estos fenómenos celestes observables a simple vista, y en una primera aproximación, tienen una gran regularidad. Según Durán, se repiten con periodos asociados a cada astro: “Día y año para el Sol; más o menos un mes para las fases de la Luna, y distintos periodos para cada planeta. Esa periodicidad es rota por el paso de cometas, y en menor medida la caída de meteoritos”.

Edmund Halley

Hasta finales del siglo XVII, tras la publicación de los Principia de Newton, no se empezó a sospechar que los cometas eran también fenómenos periódicos, aunque con períodos muy largos. Es muy conocido el caso del cometa Halley, bautizado así en honor de Edmund Halley (1656-1742).

Halley aseguró, tras calcularle la órbita, que el cometa visto en 1682 era el mismo que se pudo ver en 1531 y 1607, y que volvería a verse en 1759; así ocurrió y, aunque a Halley, que murió en 1742, no le dio la vida para ver el retorno del cometa, acabó prestando su apellido para bautizarlo.

“Esa supuesta ruptura de los inalterables ciclos celestes —aclara el catedrático de la Universidad de Sevilla— hizo pensar hasta casi el siglo XVII que los cometas eran fenómenos atmosféricos. Por eso, y por su espectacularidad, fueron interpretados más como un hecho religioso cargado de superstición que como uno astronómico, de forma que el paso de un cometa era considerado un aviso divino, y una señal de que se acercaban grandes penalidades y desastres”.

Culto al Sol y la Luna

El cielo nocturno sin contaminación lumínica es uno de los espectáculos naturales más impresionantes y sugerentes que pueden verse. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad esa grandiosidad ha sido interpretada en términos mágicos, mitológicos, religiosos o supersticiosos. Según Durán, autor también de Crónicas matemáticas (Crítica) “han sido numerosas, por ejemplo, las religiones que han rendido culto al Sol o la Luna, con todo lo que eso supuso (sacrificios humanos incluidos)”.

Desde los babilonios y hasta mediados del siglo XVII, cuando se suponía que la Tierra estaba inmóvil en el centro del Universo y el resto de cuerpos celestes giraban a nuestro alrededor, la astronomía fue ligada a la astrología, que interpretaba en forma de agüeros y predicciones el significado de la posición relativa de los planetas. “De esta forma -precisa el catedrático- buena parte de los grandes astrónomos fueron también grandes astrólogos (Ptolomeo, Brahe, Kepler…). Tras el triunfo de la reforma copernicana durante el siglo XVII, la astronomía se separó de la astrología, y esta última perdió toda vitola científica y devino en pura palabrería rancia sin mucho sentido, por más que todavía hoy tenga influencia y no sean pocos los periódicos respetables que sigan incluyendo un horóscopo entre sus secciones”.

La estrella de Oriente

La tradicional estrella del Belén resulta, para el matemático, un magnífico ejemplo de la interpretación mágica del cielo que imperó en el imaginario de la humanidad hasta hace relativamente poco tiempo: “La estrella de Belén señalando el camino a unos magos para adorar a un Dios recién nacido se suele racionalizar argumentado que la estrella de Oriente fue en realidad un cometa, incluso algunos especulan que pudo ser el Halley. Esa racionalización busca hacer más creíble la historia, pero lo que habitualmente consigue es que el mito pierda fuerza”.

“Pensemos que la grandiosidad de los fenómenos celestes llevó a nuestros primeros ancestros a preguntarse quién o quiénes colocaron en el cielo esas luminarias que se mueven sobre nosotros, y como respuesta surgieron, por ejemplo, las leyendas cósmicas egipcias ―con los dioses fundamentales naciendo de Cielo y Tierra―; o los mitos creacionistas asirio-babilonios; o las divinidades cósmicas hindúes de los Vedas; o los vikingos Sköll y Hati, cazadores del Sol y la Luna; o el Génesis bíblico, con ese soberbio comienzo, “En el principio, creó Dios el cielo y la tierra», o el no menos espléndido: “Haya luz, y hubo luz”. Toda esa magia empezó a desvanecerse cuando hace aproximadamente dos milenios y medio, los primeros filósofos griegos introdujeron el cosmos, un término que fue propuesto por Pitágoras –o por un pitagórico–, para referirse a un universo ordenado, armonioso y, además, entendible, iniciando así el pensamiento científico, en cuanto meditación racional sobre la naturaleza”.

El martirio de San Lorenzo

Todo ello, según Durán, inició un camino que acabaría transformando los primitivos relatos cosmogónicos sobre el cielo en astronomía y cosmología: “Esto llevó su tiempo y en medio no fueron raras las interpretaciones mágicas o religiosas de fenómenos celestes. Las mismas Perseidas, a pesar de acontecer muy regularmente, han tenido también alguna lectura religiosa, apelando a la fecha en que suelen alcanzar su apogeo: el 10 de agosto. En el santoral católico ese día corresponde al de San Lorenzo, diácono romano que sufrió tortura el 10 de agosto de 258; así que no es raro ver por ahí referido que las Perseidas se consideraron en tiempos una alegoría del tormento del santo, razón por la cual se las denomina Lágrimas de San Lorenzo”.

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