“¿Podemos cultivar nuestro hábitat?”, se pregunta Juliana Lareu, arquitecta y docente de la carrera en la Universidad de Mar del Plata, su ciudad natal. Su pasión por la naturaleza, el diseño y la profesión que eligió la llevaron a buscar una respuesta. Fue así como co-fundó el estudio de arquitectura Superpraxis y hoy conduce un proyecto que produce un tipo de ladrillo biológico que es más resistente que el hormigón y es completamente biodegradable.
El puntapié para ponerse en el rol de pionera en este campo fueron la investigaciones ya realizadas en otros países. Al ver que en Alemania, Holanda, Estados Unidos y Ecuador había proyectos similares, decidió darle un intento en Sudamérica. La ciudad balnearia fue su mejor aliada para lograrlo: los materiales del descarte de bagazo de cebada que desechan las fábricas productoras de cerveza artesanal –que creció mucho en los últimos años- junto a los desechos de virutas y aserrín provenientes de las madereras locales le ofrecieron a costo cero la materia prima. ¿El objetivo? “Poder darle una segunda vida útil al gran volumen de residuos que se genera y dar respuesta a la crisis climática a partir de la reutilización de los desechos orgánicos y trabajando en alianzas con organismos vivos, en este caso con el micelio, que es el filamento vegetativo de los hongos”, sintetiza.
En efecto, el ingrediente fundamental es la raíz o micelio de hongos como el Ganoderma Lucidum (Reishi) y el Pleurotus Ostreatus (Hongos Ostra). “El mismo se alimenta de la materia de descarte y crece en forma de red aglomerando las partículas del biomaterial”, detalla la arquitecta.
Cómo son los ladrillos
Las piezas de 250 gramos son más resistentes que el hormigón y pueden soportar más de 400 kg de peso. Su porosidad le permite actuar también como aislante térmico y acústico; puede flotar y es ignífugo, es decir, no emite llama al exponerlo a altas temperaturas. Estas características implican que tiene un potencial enorme para la construcción y el diseño. “Sería buenísimo que pueda reemplazar o ser una alternativa a materiales de construcción contemporáneos que son los que generan tanta contaminación”, observa.
Los ladrillos son biodegradables y 100% compostables, es decir, que “una vez cumplido su ciclo, cuando entra en contacto con la tierra se degrada y vuelve al medio en forma de abono”, explica la arquitecta y profesora de la Universidad de Mar del Plata. La duración del ladrillo varía según si entra o no en contacto con la tierra y la humedad. Lareu expone que cuando lo hace éste dura aproximadamente 180 días “según las características del sustrato al que se encuentra expuesto”, aclaran, mientras que si no entra en contacto con estos factores puede durar varios años. Estas propiedades permiten eventualmente que el biomaterial se use como equipamiento efímero. Por ejemplo, se podría utilizar para construir estructuras itinerantes para festivales, recitales, stands temporales o incluso refugios para el corto plazo para los aventureros y nómades.
Teniendo en cuenta que los materiales de construcción generan aproximadamente el 30% de la emisión de dióxido de carbono en el planeta, la biodegrdabilidad de los ladrillos alternativos también se muestra tentadora para usar en zonas sísmicas donde muchas veces los materiales quedan tirados o inútiles luego de colapsar.
Una gran ventaja que amplía el potencial del biomaterial es su capacidad para adaptarse a la forma del molde en el que se hace. Su creadora, por ejemplo, aprovechó esta característica para ir más allá de los ladrillos y crear lámparas y muebles de su propia autoría.
Cada ladrillo elaborado por Superpraxis cuesta alrededor de $113, precio similar al de un ladrillo hueco, aunque varía según la escala de producción y la cantidad de veces que se reutilicen los moldes. El proyecto es autofinanciado por su creadora aunque sus inicios fueron impulsados por distintas asistencias económicas como la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes por $120.000 y que cubrió casi la mitad de la instalación de 4 m² del Refugio Fúngico, su primera exposición al público de su invención que originalmente se montó en Bariloche y hoy está en la Bienal en el Centro Cultural Recoleta. Por otro lado, la provisión de residuos de las cervecerías y madereras locales elimina el costo de materia prima, que se termina de completar por el micelio donado por el laboratorio.
Trabajo en equipo
El origen del proyecto fue autodidacta y autogestivo, como lo define Juliana, lo que la llevó a aliarse con diversas instituciones para la fabricación. Es así como el Instituto de Tecnología en Polímeros y Nanotecnología (ITPN) hace ensayos para obtener datos precisos del biomatieral, ClonAR, un centro de clonación de plantas y hongos marplatense que provee el inóculo del micelio.
Al equipo más tarde se sumó una programadora de Mar del Plata con la que incorporan inteligencia artificial al proyecto para poder captar las vibraciones del micelio. De esa forma, buscan identificar cuándo se encuentra en mayor actividad para así optimizar procesos de producción, identificar cuáles son sus reacciones a distintos estímulos y poder interactuar.
Para Lareu, los puntos más críticos del proceso de fabricación que dura 30 días son los de higiene y esterilización, dado que no tiene que haber otro ser vivo que compita con el micelio para que éste pueda crecer de forma óptima.
La música de los ladrillos
Además de ser amigables con el medio ambiente, los ladrillos pueden conectarse con los humanos a través de una forma impensada. “La instalación cuenta con un sensor de movimiento que se activa cuando capta el movimiento de las personas y activa el sonido de los hongos que es algo que incorporamos al proyecto como parte de la experiencia sensorial. A cargo del músico Rodrigo Tamay, se captó a través de electrodos la actividad del micelio y esa biodata fue traducida en datos matemáticos que a través de una consola, biosonificador y sintetizador se traduce en sonido”, explica.
Además de un puente con la gente, este proyecto también tendió otro con la investigación. Juliana y el equipo de estudiantes de arquitectura, biólogos y geólogos que ayudaron a construir el Refugio Fúngico se llevaron una sorpresa cuando Tamay detectó que el micelio de la estructura seguía vivo, a pesar de haber sido secado al sol.
La arquitecta sueña con trasladar el refugio fúngico por distintos biomas del país para investigar su adaptación en cada uno. “Los ladrillos son piezas con texturas y colores únicos porque responden a las condiciones climáticas del entorno en el que se encuentran. Por ejemplo, cuando el refugio en Bariloche entró en contacto con la nieve cambió de color y se tornó rojizo, color de la cepa del hongo que usamos”, concluye.