Ushuaia puede perder el glaciar que le da de beber

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La especialista Rosa Tristán, que escribe para el diario El País, de España, relató su viaje a Tierra del Fuego, durante el cual experimentó altas temperaturas y llamó la atención sobre el derretimiento del glaciar Martial, clave para los habitantes de la zona. A continuación su artículo:

Antes de iniciar el viaje al sur, me esmeré en preparar una maleta con ropa polar que esperaba me fuera útil desde el momento que pusiera un pie en la Tierra de Fuego. Y no ha sido así. Para mi sorpresa, en Ushuaia, al sur del sur de Argentina, el termómetro marca estos días 20ºC. En esta ciudad empinada que se asoma al canal del Beagle y llaman “el fin del mundo” la frase se repite en cada esquina: el calor que hace está fuera de lo normal. Se recuerda que aún fue peor el pasado año, cuando llegaron a los 30ºC y en muchas empresas tuvieron que dejar de trabajar unos días porque aquí nada está preparado para estas temperaturas bochornosas.

Con este panorama recibe la puerta argentina hacia la Antártida al buque oceanográfico español Hespérides, que ha llegado de nuevo al puerto para dejar a su pasaje científico, recogernos a otros muchos, casi todos científicos, y cargar las bodegas de suministros para las dos bases científicas españolas. Su silueta naranja no deja indiferente. Es visible incluso desde la subida al glaciar Martial que Ushuaia tiene a la espalda y que cada año ve desaparecer más hielo de su lecho. “De pequeño iba a esquiar ahí, pero ahora es imposible. Nos vamos a quedar sin el Martial…”, auguran los dueños del refugio de montaña que hay al comienzo del camino. Las antiguas fotos de sus paredes atestiguan que ya no es lo que era, como los otros 200.000 que hay en el mundo.

El problema es que buena parte del agua potable que llega a Ushuaia lo hace del arroyo de Buena Esperanza, que nutre el hielo del Martial y, según las previsiones del Centro Austral de Investigaciones Científicas, desaparecerá del todo en 30 años. Más de la mitad de su masa ya había desaparecido para finales del siglo XX y hoy son cuatro cuerpos de hielo que, si bien se cubren de nieve en invierno, en verano se ven disminuir. Al mismo tiempo, aumenta la población flotante de la ciudad: los turistas. Y si bien es cierto que la mayoría llegan en cruceros y no se alojan en sus hoteles, en cualquier caso son muchos miles de personas que comen y beben en una ciudad de 69.000 censados.

El taxista que me lleva hasta la base del glaciar esconde una historia que surge espontáneamente al escuchar mi acento. “Cuando mi abuelo vino aquí, allá por los años cincuenta, no había ni 3.000 habitantes en Ushuaia. Y ¿sabe usted? Llegó desde Sevilla, un gitano aventurero que después de la Guerra Civil lo pasó muy mal y se lanzó al mundo”, cuenta su nieto, Nicolás Fernández, mientras ascendemos hacia los picos. No hace falta insistirle mucho para que de detalles de la vida de un joven que, sin saber bien donde iba, llegó a esta gélida ciudad del fin de un continente solo y sin dinero. Y descubrió que no había ningún peluquero en todo Ushuaia, así que se compró unas tijeras e inició un negocio que fue creciendo con el tiempo. Cuenta Nicolás que su abuelo se llamaba Antonio, pero que todos lo conocían como el niño rico y añade que, de cuando en cuando, añoraba el calor del terruño sevillano y para allá se iba con alguna de sus seis criaturas, mientras su abuela, que tiene 93 años, se quedaba a espera del regreso del inquieto marido.

Hoy el Niño Rico de Ushuaia, que ya falleció, se sentiría más a gusto en los calores estivales de un lugar de extraña historia: la ciudad nació en torno a una misión salesiana a la que venían a refugiarse los indígenas fueguinos de las masacres de los colonizadores , pero creció como un penal al que fueron destinados los delincuentes más desafortunados de Argentina durante casi medio siglo.

El museo-cárcel que hoy puede visitarse ofrece unas pinceladas de las duras condiciones que padeciron los presos en un lugar donde en los inviernos se llegaba a los 30ºC bajo cero. El presidio tenía espacio para 580 reclusos, entre los que se dice –y hay una celda dedicada– que estuvo el cantante Carlos Gardel. Curiosamente, las celdas superiores se han aprovechado para instalar una exposición sobre expediciones antárticas, con informaciones tan peculiares como el origen de la palabra “pingüino”: era el nombre que se usó para una especie extinta, un ave voladora del hemisferio norte, que se parecía a los pingüinos. Es decir, que los pingüinos de ahora se llaman así por un error.

Por las calles de Ushuaia, que frecuentaron en el pasado foqueros, exploradores y algún sevillano trotamundos, se pasean ahora pescadores de la codiciada merluza negra austral, científicos en tránsito desde los hielos y, sobre todo, turistas con recursos suficientes para viajar hasta la Antártida en cruceros de lujo y darse unos paseos avistando pingüinos y ballenas. A veces, los buques científicos son desplazados del puerto por estas inmensas naves que dejan mucho más dinero que la ciencia.

Se acumulan para ellos las tiendas de recuerdos, los hospedajes y negocios tan variopintos como el que alquila ropa para el frío extremo polar que si es necesaria 1.000 kilómetros más al sur, mucho más allá de ese canal de Beagle que se ve desde cualquier punto de Ushuaia, la ciudad que está perdiendo el hielo que le da de beber.

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