Desde una clase en la casa del árbol más alta del Amazonas, los jóvenes peruanos aprenden a defender su hogar en la selva. Enclavados en la copa de una higuera estranguladora, los guardas tienen una vista de pájaro sobre el dosel.
Es una experiencia educativa en sí misma, dice Juan Julio (JJ) Durand, vicepresidente de Junglekeepers, una organización sin ánimo de lucro que conserva hábitats amenazados en la región Madre de Dios de la Amazonia peruana.
“No sólo es bonito, sino que [los alumnos] pueden ver cuánta biodiversidad hay desde lo alto de la casa del árbol”, dice JJ, que pertenece a la cercana comunidad indígena Ese-Eja de Infierno, en el río Tambopata.
“Cuántos animales, monos, pájaros… cuántos animales vivos moviéndose y cuánto esfuerzo hay que hacer para protegerlos”. A sus 48 años, sigue aprendiendo cosas sobre su rico hogar, al tiempo que la casa del árbol alimenta su curiosidad. A 32 metros de altura, siempre hay algo nuevo que ver y sobre lo que aprender, dice.
De leñador a defensor de la selva
En su misión de educar a las comunidades indígenas e incentivarlas para que protejan la Amazonia, JJ cuenta con una gran experiencia personal. Justo antes de terminar el último curso de secundaria en la ciudad de Puerto Maldonado, fue reclutado por el ejército y terminó sus estudios por la noche.
Después tardó un tiempo para adaptarse a la vida civil en la pequeña granja de su familia, donde cosechaban plátanos, maíz, arroz y otros cultivos para subsistir. Su padre ganaba dinero con la minería y la tala de árboles, actividades en las que el joven JJ era reacio a seguirle.
Rápidamente optó por trabajar en un albergue turístico. Y, mientras trabajaba como guía, su aprecio por la naturaleza creció, junto con su deseo de aprender más.
En Perú, el abandono escolar es un problema importante. Según las investigaciones de Junglekeeper, el 12% de los niños abandona la escuela antes de los 13 años y el 17% no termina la secundaria. JJ entiende el tirón generacional de las actividades extractivas y el atractivo de la tala ilegal, que según la organización benéfica no ha disminuido en el sureste de Perú.
En Junglekeepers, JJ ayudó a supervisar la construcción de la imponente casa del árbol, guiando al equipo multinacional con su experiencia local. Ofrece un mirador excepcional sobre los casi 222 kilómetros cuadrados que patrullan y protegen los guardabosques. En la estación seca, no sólo son testigos de la diversa vida aérea de Madre de Dios, sino que pueden detectar dónde se inician los incendios.
¿Cómo ayudan los guardas a proteger el Amazonas?
Los guardas patrullan todos los días en distintas direcciones, dice JJ, equipados con herramientas de alta tecnología. Entre ellas, dispositivos de comunicación, drones para captar actividades ilegales, pero a una distancia prudencial, y un artilugio muy especial: un robot para plantar semillas que funciona con energía solar.
A los miembros de la comunidad indígena se les enseña a trabajar con estos y otros elementos tecnológicos para mantener los senderos, informar de actividades ilegales y rastrear la vida salvaje para contribuir a los conjuntos de datos científicos.
En el aula de la casa del árbol, los guardabosques también aprenden a resolver situaciones delicadas. La caza furtiva empieza con una o dos personas, explica JJ, antes de que se corra la voz por los ríos. “Lo peor es la gente de fuera de Madre de Dios, porque no son gente de la selva. Son de los Andes”, dice. “Y eso es peor porque cuando viene la gente de los Andes, no saben cómo comportarse en la selva”, añade.
Mientras las comunidades locales utilizan flechas, arcos y machetes para cazar, los “invasores”, como los llama JJ, vienen con grandes motosierras y herramientas occidentales que son insosteniblemente destructivas. “Cuando tenemos que tratar con la gente de fuera de Puerto, eso es un reto. Es muy difícil. Así que tenemos que tener otra habilidad: hablar con ellos: acercarnos al problema y ver cómo podemos solucionarlo”.
La educación es la clave, cree JJ. Con ese fin, Junglekeepers se ha asociado con la para ofrecer “cientos de miles” de cursos a los adultos indígenas de la región. En su doble función de centro de aprendizaje y destino turístico (disponible desde 1.500 dólares o 1.375 euros la noche), la casa del árbol también ofrece diversas oportunidades de empleo.
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